Las ventajas de un gobierno bicéfalo

El ministro de Justicia, Aníbal Fernández, ha descalificado como una "locura" y un "invento" la sugerencia de que Néstor Kirchner se haga cargo de la Jefatura del Gabinete. Sin embargo, la hipótesis merece ser estudiada con cuidado y en profundidad. Es una operación de enroque político similar a la que se acaba de realizar en Rusia, donde el presidente Vladimir Putin –nuevo líder del partido Rusia Unida-dejará en mayo la presidencia para asumir la Jefatura del Gobierno. Néstor Kirchner y su esposa, la presidenta de la NaciónLa eventual designación de Néstor Kirchner en la Jefatura del Gabinete presenta una serie de ventajas evidentes en lo inmediato, y otras menos visibles en el largo plazo, en la perspectiva de provocar un cambio institucional en Argentina. En el corto plazo, es obvio que una decisión de este tipo daría encaje institucional a una situación que se produce de hecho y que está vinculada a la peculiar situación –inédita en el mundo- de una presidencia que se percibe por la opinión ciudadana como bicéfala.

El desembarco de Néstor Kirchner en la Jefatura del Gabinete le permitiría hacer, de un modo visible e institucional, lo que viene realizando encubiertamente desde su despacho en Puerto Madero: lidiar con los problemas diarios de la acción de Gobierno. Al desprenderse de una labor tan desgastante y absorbente,  la presidenta Cristina Fernández de Kirchner podría dedicar su tiempo a cumplir con dos de los relevantes cometidos que parecían ser las señales de identidad de la nueva etapa: mejorar la inserción internacional de Argentina y abordar un proyecto transformador de largo plazo, dirigido a ganar en calidad institucional.

Desde una perspectiva política más profunda, la “cohabitación” entre una presidenta con tareas propias de un Jefe de Estado y un Jefe de Gabinete que cumpliría las funciones propias de un Primer Ministro, como en las democracias con gobierno parlamentario, constituiría un ensayo de lo que podría ser el más ambicioso proyecto institucional futuro: acabar con el sistema presidencialista para ir a un régimen parlamentario al estilo europeo.

Desde hace años venimos asistiendo al fracaso estruendoso del presidencialismo, un sistema que nos permite elegir “un rey por cuatro años”. De suerte que cada cuatro años los argentinos entregan un cheque en blanco a un ciudadano que elegido con el título de Presidente de la Nación, tiene el poder más absoluto para hacer y deshacer a su libre albedrío. Esta inmensa acumulación de poder hegemónico se ve actualmente extraordinariamente fortalecida por el manejo desenfadado de la caja del Estado debido a la cesión de competencias presupuestarias efectuada por el Congreso.

Sobre los defectos del presidencialismo se han escrito miles de páginas y se han recogido centenares de argumentos que no es el momento de repetir ahora. Pero si sería oportuno reflexionar sobre el fracaso de la tímida reforma institucional de quienes redactaron la Constitución Argentina de 1994. Aquellos constituyentes, por no atreverse a tirar por la borda el desgastado presidencialismo, optaron por una fórmula “mixta” que se ha revelado como carente de toda fuerza renovadora. Desde el momento en que el Jefe de Gabinete es elegido por el Presidente de la Nación y no por el Parlamento, se convierte en un simple peón del Ejecutivo y  así comprobamos  a diario que no hemos salido del presidencialismo más asfixiante.

En la propuesta de reforma constitucional que se elevó al presidente Raúl Alfonsín en 1986, Enrique Peltzer fue el relator del Consejo para la Consolidación de la Democracia que  propuso acabar con el sistema presidencialista. Lamentablemente, predominaron finalmente las tesis conservadoras que amparadas en la tradición no se atrevieron a abordar el cambio. Sin embargo, las opiniones de Peltzer expresadas en aquella ocasión, tienen hoy más vigencia que entonces: “El hombre puede salvar los defectos de las instituciones, pero las instituciones no están hechas para subsanar los defectos de los hombres. Y una institución que requiere calidades inusuales en los hombres que la invisten no es una institución eficaz. Cuando esa institución, la presidencial, muestra, reiteradamente, señales de cansancio, debemos pensar en su reemplazo”.

Peltzer advirtió entonces que la búsqueda de modelos intermedios o formas mixtas no nos llevarían a buen puerto y recomendó un modelo basado en las constituciones de Alemania Federal y de España como una estructura de poder adaptable a las inquietudes y necesidades políticas argentinas. En estos sistemas convive un Presidente que como Jefe del Estado conserva todos los atributos protocolares del cargo en un nivel altamente representativo, con un Jefe de Gobierno o Primer Ministro, designado por la Cámara de Diputados, investido de todas las facultades necesaria para ejercer las labores ejecutivas del Gobierno.

En la actualidad, obviamente, en tanto no se emprenda una reforma constitucional dirigida a sustituir el régimen presidencialista por uno parlamentario, será la Presidenta la que conservará las facultades para designar al Primer Ministro. Pero dada la peculiar situación argentina, donde la “cohabitación” entre un Presidente y una suerte de Primer Ministro no sería sólo una  metáfora institucional sino una situación  real, se dan las mejores condiciones para poner a prueba, a modo de ensayo, lo que en un plazo mediano podría alcanzar estatus constitucional.  

Alberdi, cuando redactó las Bases del sistema  que después fue recogido en la Constitución de 1853, se apartó del modelo norteamericano para fortalecer al ejecutivo, concibiendo la figura de “un presidente constitucional que pueda asumir las facultades de un rey en el instante que la anarquía le  desobedezca como presidente republicano”. En aquella época, apenas salidos del sistema colonial basado en la institución monárquica, tal vez no podía pensarse en un régimen demasiado diferente al presidencialista. Pero después de décadas arrastrando una institución  cargada de tantos conflictos y frustraciones, es la hora de plantearnos el abandono de un régimen de monarquía solapada, para alcanzar una democracia contundente y plena.