¿Qué Ricardo?

Mientras la mitad del país habla hoy de "diálogo" y se atribuye a éste mágicos poderes en orden a solucionar todos los males de la sociedad, recordé una serie de frustrantes experiencias de comunicación que me tocó vivir hace más de veinte años y que me dejaron una profunda huella. ImageEra la época en que la vetusta Compañía Argentina de Teléfonos (CAT) mantenía en Cerrillos unos aparatos que se asemejaban, y mucho, a los que utilizaban los Picapiedra. A aquellos aparatos sólo le faltaba el cuerno, pues, por lo demás, requerían para funcionar que los seres humanos le diésemos manija, como a los coches de la década de los veinte para arrancar.

Lo peor de esta situación era que, en plenos años ochenta, algunos se sentían orgullosos de estos teléfonos.

Las comunicaciones no eran buenas, como cualquiera fácilmente puede imaginar, pero si a ello le añadimos que había personas torpes de oído o carentes de esa "habilidad social" que consiste en comunicar bien por teléfono, obtenemos como resultado un "diálogo" inexistente.

Cada vez que intentaba hablar con un buen amigo mío (una gran persona, pero muy mal 'fisonomista' de las voces humanas, por cierto) se producía el mismo absurdo intercambio:

- Hola ¿Jorge?
- Sí. ¿Quién habla?
- Soy Luis Caro.
- ¿Qué Ricardo?
- No. L-u-i-s C-a-r-o.
- Pero ¿Qué Ricardo?

Que los lectores imaginen la impotencia que uno experimenta al presentarse telefónicamente con su propio nombre y no conseguir que quien está del otro lado del hilo lo entienda. Porque además de no tener otro nombre ni otra forma de pronunciarlo, la pregunta -entre imperativa, retórica y desconfiada- de ¿Qué Ricardo? era para mi, por lo menos, muy difícil de responder.

Cincuenta veces llamé a mi amigo y cincuenta veces me formuló la misma pregunta. Sólo un tercio de aquellas cincuenta conferencias se desbloquearon, casi por encanto, con un "Ah... Luisito". El resto, se quedó colgada de los sulfatados pares de cobre que unían mi casa con la de mi amigo, que vivía en la zona del Mercado San Miguel, en Salta.

Anécdotas aparte...


¿Por qué cuento esta historia tan aparentemente trivial? Porque cuando escucho y leo que una multitud de opiniones llama al gobierno a dialogar con los ruralistas en paro y apuestan al "diálogo" como única forma de superar lo que parece un conflicto mayor, me doy cuenta de que el diálogo no consiste solamente en que las partes "hablen" (y no se peguen, por ejemplo), sino que hay unos cuantos requisitos más, entre los que se cuenta, cómo no, en conocer y reconocer al interlocutor.

Si el líder de la protesta agropecuaria llamara a la presidenta de la Nación y ésta, tras escuchar su presentación, le preguntara aquello de ¿Qué Ricardo?, el diálogo sería del todo imposible.

El diálogo supone que los interlocutores saben con quién está hablando cada uno; pero no sólo que conocen su identidad, sino que también re-conocen su institucionalidad, su poder y lo que se llama, modernamente, su 'capacidad de interlocución'.

De nada vale que la presidenta, por educación o por astucia omita preguntar ¿Qué Ricardo? si por debajo de las palabras está negando a su interlocutor la legitimidad necesaria para hablar con ella o está minimizando su poder.

El "diálogo" requiere, además, que las partes se respeten mutuamente, aunque se detesten, y renuncien por lo menos al insulto, por no decir que es absolutamente necesario también que renuncien a utilizar sus "fuerzas de choque" para condicionar el diálogo de una manera o de otra.

Si de verdad los argentinos quieren diálogo, los cacerolazos -a los que se supone el último recurso de la libertad ciudadana de expresión- deben reinvindicar inmediatamente que las partes en conflicto se sienten a la mesa exhibiendo sus cartas y sus manos, a cara descubierta, y que manden a piqueteros de uno y otro bando a cumplir con la ley y abandonar cualquier tipo de violencia, incluida la verbal. Los ciudadanos debemos de ser conscientes que las partes en conflicto están obligadas, democráticamente, a entenderse y a acordar.

Pero cuando un bando agita sus reivindicaciones bajo el grito de ¡viva la patria! y el otro responde etiquetando al primero como "la puta oligarquía", mucho me temo que el "diálogo" todavía se encuentra en esa peligrosa fase en que los interlocutores se preguntan, insistentemente, con "qué Ricardo" están hablando.