
Hemos vivido, a lo largo de nuestra accidentada historia, períodos en donde estaba prohibido o donde era francamente inútil cualquier debate sobre asuntos públicos. Dictaduras, sultanatos, unicatos pretendieron (y más de una vez lo lograron) amordazar nuestras bocas, clausurar nuestras mentes, atemorizar nuestros espíritus.
Muchos salteños fueron represaliados por pensar, castigados por sostener posiciones discrepantes de las oficiales, perseguidos hasta el exilio o la muerte por enfrentar a los tiranos.
Sin que la afirmación que sigue implique dar un cheque en blanco al actual Gobierno, todo parece indicar que estamos ingresando a un nuevo ciclo político donde predominan los aires de libertad, de pluralismo y de tolerancia.
Dicho esto y partiendo de la convicción de que los intercambios democráticos de ideas hacen crecer a las naciones y a los pueblos, iniciamos aquí una serie de artículos destinados a recoger los principales debates que se desarrollan en el seno de nuestra sociedad provincial, sin que esta condición territorialmente acotada excluya los temás nacionales o globales que, desde nuestra singular posición en el mundo, nos sintamos en la necesidad de abordar.
2. Los servicios públicos
Los salteños estamos indignados por los accidentes eléctricos; molestos por la mala calidad de los servicios de agua; cansados por el trato descomedido de las empresas de telefonía e Internet que nos desconectan; agobiados por tarifas abusivas; perplejos ante le empresa de colectivos incapaz siquiera de señalizar sus paradas y recorridos; furiosos por los negocios particulares montados a costa del bienestar de los enfermos internados en los hospitales públicos; desolados por los accidentes de tránsito (consecuencia de carencias estructurales en calles y rutas, ausencia de semáforos, liviandad en el otorgamiento de los carnets de conducir, deficiente educación cívica y viaria).
Una de las formás que adquiere este incipiente debate es predominantemente ideológica y es la que separa a estatalistas de privatistas. A su turno, cada uno de ellos sostiene que las cosas mejorarán de inmediato ni bien se logre revertir el modo actual de gestión del servicio público.
Siendo que el estatismo atraviesa por un período de auge y a raíz de que los servicios cuestionados están en manos de empresas privadas, son mayoritarias las voces que promueven la re-estatización de casi todos los servicios públicos. Incluso desde posiciones lindantes con la irresponsabilidad en tanto proponen medidas que, tarde o temprano, desembocarán en el pago de indemnizaciones millonarias en beneficio de los propios incumplidores.
En este sentido, resulta elogiable la prudencia -no exenta de firmeza- con la que el señor Urtubey viene afrontando los conflictos más urgentes, desoyendo a quienes desde el interior de su propia fuerza política le instan al apresuramiento.
Las dificultades abundan, los problemás se agudizan, la paciencia de usuarios y consumidores (cada mes más cultos y exigentes) se acaba y las propuestas de solución no sobrepasan el límite de la improvisación. Como aquella que imagina resolver las carencias de la tele-asistencia obligando a las empresas a habilitar ventanillas físicas.
Entre paréntesis, quienquiera se de una vuelta por la ventanilla física de la primera empresa proveedora de televisión e Internet por cable en Buenos Aires, tras aguantar dos horas de cola sentado en el piso tratando de escuchar los números que desganadamente anuncia un obeso guardia de seguridad, comprobará que la solución no pasa por regresar desde lo virtual o lo físico.
Volviendo al debate sobre el modo (privado o estatal) de prestación de los servicios públicos, me atrevo a pensar que un análisis desapasionado de nuestra reciente historia económica (1930/2008) podría mostrar caminos diferentes.
En realidad, el Estado argentino fracasó dos veces: primero como prestador directo y luego como regulador de servicios privatizados. En ambos casos el fracaso benefició al peor capitalismo (local o extranjero) y perjudicó a usuarios y consumidores. En el primer escenario, los empresarios de la llamada patria contratista lucraron con el descontrol de las empresas públicas. En el segundo momento, los beneficiarios de las privatizaciones explotaron la sangrante incapacidad regulatoria del mismo Estado.
Lo que equivale a decir que las soluciones deberían buscarse dentro del mismo Estado; dotándole de la capacidad (técnica y legal) para emitir regulaciones adecuadas y de hacerlas cumplir (con el auxilio de las nuevas tecnologías y de un poder de policía renovado). Y dentro de los propios usuarios, que deberían organizarse colectivamente para hacer valor sus derechos.
Aunque así dicho suene sencillo, las dificultades son enormes. Véase sino cualquier programa de derecho administrativo de nuestras Facultades de Derecho y se advertirá que siguen casi anclados en el ideario y en la temática propuesta por el que en su día fue nuestro mas brillante pensador en la materia: don Rafael Bielsa.
Allí y en los cursos de post-grado son insuficientes las aproximaciones a los derechos de la competencia, de las telecomunicaciones y de las regulaciones.
Tenemos aquí (como sociedad deseosa de contar con buenos servicios públicos) una severa dificultad, que quizá podrían atemperar algunos juristas, salteños y norteños en general, formados en el exterior, cuando a ambas condiciones (experincia y vinculación con nuestra región) se sume la vocación por defender el interés general. Lo que no es poco pedir.