
Si bien vivimos en una época donde se ha instalado, de modo generalizado, la noción de que la diversidad cultural es un valor que se debe respetar. Si bien, además, la expansión de la retórica de los derechos humanos ha instalado progresivamente la idea de que discriminar, no es sólo no tratar a los ciudadanos como iguales ante la ley, sino también no hacer espacio a diferencias legítimas, es decir, silenciar facetas identitarias . Y aunque en la Constitución Nacional enmendada en 1994 se habló de reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos índígenas argentinos. No es menos cierto que el imaginario de la nación argentina excluyó desde el vamos a los pueblos nativos, reinscribiendo una historia que se ha esforzado por forjar una imagen argentina como nación de raíces europeas, monocromáticamente homogénea.
Entre quienes registran que el país tiene pueblos originarios como parte de su capital humano, es frecuente que algunos sólo vinculen las pertenencias indígenas con situaciones de pobreza extrema, mientras otros proyectan sobre ellos la posesión de una cultura e identidad más original que originaria. Esto por su parte entraña la concepción de que nos hallamos frente a colectivos, con una entidad e institucionalidad económica, social, política e ideacional propias, que son la base de derechos especiales, o de una ciudadanía diferenciada.
Actualmente, los desbalances de poder pasan menos por negar la existencia, que por imponer pesadas y asimétricas cargas sobre la pertenencia. Así como corresponde al Congreso el respeto a la identidad aborigen, parece corresponder a los aborígenes vivir dando muestras de distintividad cultural para ser identificados como tales, como si el carácter pluricultural de una sociedad no consistiera en recrearse colectivamente a partir de múltiples facetas, sino sólo pasara por tolerar que algunos conserven sus particularidades.
Desafortunadamente, el doble discurso por un lado, celebra la diversidad y por el otro, continúa negándola. Es necesario desmontar las asimetrías del sistema de identidades vigentes y revertir la tendencia histórica de paternalismo estatal sobre los pueblos aborígenes, para que surja una participación colectiva y autónoma en la esfera pública. Es, ante todo, necesario proyectar una convivencia que nos permita mirarnos en los ojos de los otros habitantes y reconocernos en ellos, sin convertirlos (como diría Grosberg -1996) en lo mismo, pero tampoco en lo absolutamente diferente.
La autora es Miembro de Apertura Sociedad Psicoanalítica de Salta. Iruya.com agradece a la Lic. De Santis su colaboración y el habernos elegido para difundir este artículo.