
La política -se supone- es una actividad mucho más tranquila, reflexiva y constructiva que el carnaval agitado y pasional que proponen los partidos políticos y las modernas ONGs. No son los ciudadanos los que deben acercarse a los partidos políticos y ajustar sus conductas a las ideologías o doctrinas que los partidos sustentan, sino al contrario: Son los partidos políticos los que deben intentar acercarse a los ciudadanos y formular propuestas que coincidan con sus necesidades e intereses, más que con los intereses del partido y de sus líderes.
Con mucha frecuencia se olvida que el origen de los partidos políticos se encuentra en la necesidad de las asambleas medievales de renovar racionalmente su representación. Contrariamente a lo que se cree, los partidos no han nacido para servir a los ciudadanos, ni al interés general, ni a la democracia, sino a las facciones. Esto no ha cambiado desde hace casi tres siglos.
No existe entre nosotros, salvo alguna rarísima excepción, partido político que esté conformado por ciudadanos libres, capaces de sustentar opiniones políticas (puntuales, coyunturales y mutables). Al contrario, nuestros partidos están formados en su gran mayoría por militantes, es decir, por personas que prometen fidelidad a una ideología o a una doctrina y que, por tanto, tienden a creer que su pensamiento "posee la clave de la historia o la solución a todos los enigmas del universo".
El hecho de que muchos prometan una fidelidad que luego no practican, no invalida el que los partidos políticos, tal cual los conocemos, exijan a sus afiliados y simpatizantes un estrecho compromiso, si no ya con la base ideológica, al menos con los símbolos y los ritos partidarios. Por caso, nadie que hubiera abjurado públicamente de Perón y de Eva Perón podría intentar afiliarse con éxito al Partido Justicialista.
Los ciudadanos libres, los que rechazan el odio y la dialéctica amigo-enemigo, los que prefieren vivir en una sociedad abierta y democrática, los que aceptan los valores, los principios, la dignidad de todos y los derechos humanos, los que aspiran a participar sin ataduras en la vida política y social, no suelen formar partidos políticos. Tampoco se sienten representados por ninguno de los existentes. Algunos llegan -y no sin razón- a detestarlos.
La realidad indica que nuestro sistema de gobierno premia a la militancia, a la que se rodea a veces de una mística casi poética. Para muchos, militancia es todavía sinónimo de idealismo y de utopía, aun tras la contundente demostración histórica de que las ideologías (y las utopías) han fracasado en su intento de rediseñar de arriba a abajo las sociedades y después del clamoroso incumplimiento de su promesa de hacernos vivir en un mundo mejor. Pocos reparan en que la militancia, antes y después del auge de las ideologías, no constituye sino una grave distorsión del sistema democrático. Un mal atribuible al deficiente funcionamiento de nuestro sistema de partidos y, en cierto modo también, a la pervivencia de una cultura política influida excesivamente por valores, como la disciplina o la fidelidad a un dogma, forjados en ámbitos tan alejados de la política libre como son las organizaciones militares o las religiosas.
El sistema vigente, en lugar de proporcionar recompensas y beneficios a los ciudadanos, las concede a los militantes, a los que se supone sacrificados, constantes, disciplinados y meritorios. Cuando el gobernante que accede al poder mediante una elección popular necesita de apoyos para poder gobernar, por lo general busca la complicidad que necesita en esa camarilla normalmente pequeña de militantes que "han trabajado en el partido". El gobernante necesitado de apoyos populares tiende a ignorar al ciudadano que, sin "militar", le ha votado. Tanto el gobernante como el militante, ambos carne de partido, desprecian al ciudadano libre porque, sin razón, lo suponen menos comprometido con la política que ellos, lo consideran un obstáculo para la gobernabilidad y lo menosprecian injustamente por mantener posiciones oscilantes y contactos ocasionales con la política.
Sin embargo, cuando la legión de militantes llega a ser más influyente en los asuntos públicos que los ciudadanos libres, la actividad política sufre un trauma definitivo, porque los ciudadanos comienzan a darle la espalda. Los líderes políticos, aquellos que poseen capacidad de organización y están dotados de un cierto atractivo intelectual o personal, tienden a privilegiar aquellas formas organizativas que destaquen el rol del militante por sobre el del ciudadano. Nuestros políticos más capaces no buscan seducir a los ciudadanos sino "sumar militantes a su causa". No le interesa reunir la mayor cantidad de "opiniones libres" como sumar voluntades dóciles ya domesticadas de antemano. Todas las operaciones "de unidad", que son bien conocidas por nosotros, huyen de los consensos públicos y abiertos, por temor o desconfianza a la libertad con que opinan los ciudadanos auténticamente políticos, y prefieren en cambio los acuerdos secretos de cúpulas que vinculen a la mayor cantidad posible de militantes.
Las últimas elecciones celebradas en Salta han puesto de manifiesto otra vez la distancia cada vez más grande que existe entre los ciudadanos y la política. El muy bajo porcentaje de participación de los electores salteños -uno de los más bajos de la historia de nuestra democracia- es un síntoma de que la política, tal cual se practica en Salta, concita más el interés de los militantes que de los ciudadanos.
Estamos llegando a un punto en que este ejercicio distorsionado de la actividad política consigue colocar en el centro de la escena a aquellos que persiguen sus ideales y objetivos de una forma constante, estructurada, metódica y casi profesional. El desplazamiento de los ciudadanos libres por los militantes limita muy severamente el pluralismo democrático y evita que la política se renueve y oxigene con el aporte de ideas nuevas y el surgimiento de nuevos liderazgos.
Pero la política es una actividad demasiado importante como para dejarla en manos de los militantes. A ningún ciudadano libre le cuadra la idea de que los asuntos públicos, los que conciernen a todos, sean competencia exclusiva de estos esclavos de la disciplina, sea de grupo o de partido. Los ciudadanos desconfían de los militantes porque éstos carecen de libertad en cuanto abrazan, por lo general, una ideología de forma cerrada y acrítica. Su propia forma de actuar, dentro de una estructura determinada, sujeto a un plan preestablecido y en contacto con otros que tienen asignados, como ellos, rígidas misiones y funciones, les convierte en personajes propensos a la exclusión del diferente, al odio ideológico y al empleo de la dialéctica amigo-enemigo para relacionarse con los demás. El militante, a diferencia del ciudadano, concede más valor a los objetivos de su propia organización, que a los objetivos generales de la sociedad, los que son comunes a todos. El militante carece, por lo general, de una identidad. Cuando la posee, ésta se diluye en la identidad del grupo, en el que busca refugio y halla complicidades. El militante sólo es capaz de demostrar coraje cívico cuando se siente rodeado por otros y respaldado por una estructura. El militante confía ciegamente en el progeso personal basado en la antigüedad de la militancia y no en la posesión de cualidades genuinamente políticas, como la capacidad para generar consensos, para llegar a acuerdos con quien piensa diferente y para hacerlos cumplir.
El inevitable rescate de la política, la operación destinada a que ésta vuelva a servir a los ciudadanos, no sólo demanda una revisión de las formas y de los métodos, sino también la sustitución de unos protagonistas por otros. El fracaso político de las visiones ideológicas cerradas y uniformes, la crisis de los partidos políticos y de la representación parlamentaria, alienta la idea de que el lugar de que hoy disfruta la militancia sea ocupado, más pronto que tarde, por los ciudadanos comunes, a través de las formas organizativas que ellos mismos decidan libremente crear. Por fortuna, el monopolio de los partidos en materia de comunicación y de intermediación política va tornándose cada día más obsoleto y disfuncional en relación con la mayor complejidad de las sociedades democráticas contemporáneas, sobre todo frente al formidable empuje de las Nuevas Tecnologías, capaces ya mismo de sustituir a los mecanismos de partido como instrumentos de conexión y transmisión directa de los valores de la sociedad civil a las elites gobernantes.