
El prejuzgamiento guarda estrecha relación con el deber y la garantía procesal de imparcialidad de los jueces. El fin último de la interdicción del prejuzgamiento es el de proteger la mal llamada «imparcialidad objetiva» de los órganos jurisdiccionales, una meta que los ordenamientos procesales persiguen intentando asegurar que los jueces que intervienen en la resolución de una causa (es decir, los que dictan sentencia) se acerquen a los elementos del juicio sin prevenciones ni prejuicios que pudieran existir en su ánimo, bien sea porque han tenido una relación o contacto previos con el objeto del proceso, por haber sido instructores de la causa o por su previa intervención en otra instancia del proceso.
Sólo prejuzga aquel juez que se ha formado una "convicción previa" sobre el fondo del asunto, bien por haber tenido que decidir en otra instancia del proceso, bien por haber tenido que realizar actos de investigación como instructor o cuando adelanta su opinión sobre un tema concreto antes de que el mismo llegue a su conocimiento formal.
Las dudas sobre la imparcialidad del juez sólo empezarán a ser fundadas cuando, en función de las circunstancias de cada caso, la opinión del juez guarde relación directa con lo que deberá enjuiciar. No importa si tales manifestaciones se exteriorizan en algún medio de comunicación, en anotaciones marginales efectuadas en alguno de los escritos de la propia causa, o incluso verbalmente a alguna de las partes o a sus letrados o representantes procesales.
Es, por tanto, muy difícil saber si el Presidente de la Corte o el Fiscal de Estado de Salta han incurrido en alguna de estas conductas, bien sea antes de recibirse en el Jurado la acusación contra Herrera o durante la fase preliminar de admisión. Sobre todo, si -como en este caso- nuestro medio no ha podido tener acceso a los votos particulares de estos dos magistrados en relación con el caso Herrera.
Pero en el terreno de las hipótesis, es del caso suponer que si en el mes de octubre de 2008, siendo presidente de la Corte el mismo juez Posadas, el alto tribunal corrió vista al Procurador General de la Provincia para que se expidiera -supuestamente- sobre la actuación del juez Carlos Herrera en el famoso amparo Filipovich, que la Corte juzgó en apelación (Expte. Nº CSJ 30.978/07), la Corte actuó movida por la circunstancia de haberse formado ya un juicio previo de culpabilidad sobre la actuación del juez Herrera. Aquel juicio desfavorable -como se sabe- no prosperó en su momento porque el Procurador General, hoy acusador, no encontró motivos para proceder contra Herrera.
Si esto fuese rigurosamente cierto, la defensa de Herrera no sólo debió de recusar (en su primera comparecencia ante el Jurado, no ahora) a los magistrados Posadas y Ferraris, sino también al propio Procurador General que bien pudiera estar incurso en causal de inhibición (Art. 70 del Código Procesal Penal de Salta, en conexión con el artículo 51.1 del mismo cuerpo legal). El previo contacto del Procurador General con el objeto del juicio debería ser causa más que suficiente para que el señor López Viñals se hubiera inhibido oportunamente.
La cuestión más delicada, sin embargo, se produciría en la hipótesis de que tanto Posadas como Casali hubieran, de algún modo, "adelantado" su parecer sobre el fondo del asunto en el "trámite previo" de admisión de la causa destitutiva.
Y, efectivamente, esto pudo haber sucedido como lo sugiere la defensa del juez acusado, pero no por un defecto en la actuación de aquellos magistrados sino a causa de la muy deficiente estructura técnica del procedimiento instituido en la Ley Provincial 7.138, que regula la composición y funcionamiento del jurado de enjuiciamiento de jueces y el procedimiento para su destitución.
Es indudable que tanto Posadas como Casali (lo mismo que los restantes miembros del jurado) han debido de "entrar en contacto" con el material probatorio, porque así les obliga la Ley. En principio, debiera estarle vedada al jurado la posibilidad de "valorar" esta prueba en trámite de admisión, con la misma profundidad que en la fase plenaria del proceso.
Pero nuestra ley es tan deficiente en este sentido que los miembros del jurado deben valorar la prueba varias veces, comprometiendo con ello la garantía de imparcialidad. Están obligados a ello en el caso de "acusación manifiestamente infundada" previsto en el artículo 12 de la ley antes citada. En todos los demás casos se ven también forzados a valorar la fuerza inculpatoria de las pruebas (esto es, formular un juicio preliminar de culpabilidad, aunque no sea explícito, aunque se lo guarden para sí), porque la ley exige -de forma absurda, pero inexcusable- que el jurado admita a trámite el juicio destitutivo cuando aprecie "prima facie" la "existencia de motivo de remoción".
Nadie puede apreciar "prima facie" nada sin entrar a valorar, siquiera mínimamente, los elementos de convicción reunidos en la causa
Esta valoración, cualquiera sea el nombre que se le quiera dar o el lugar que ocupe en el procedimiento en cuestión, tiene una naturaleza indisimuladamente instructoria, es decir, forma parte de una fase del procedimiento en que los elementos de convicción son traídos al proceso y valorado sin las garantías esenciales del derecho de defensa, esto es, sin que se practiquen bajo el juego y la vigencia plena de los principios de publicidad, concentración, inmediación y contradicción.
Pero la "doble fase" procedimental instituida, muy deficientemente por cierto, por la Ley 7.138, no se detiene en este punto. Con mayor razón puede hablarse de la existencia de una fase cuasiinstructoria, llevada a cabo por el mismo jurado de enjuiciamiento, cuando la ley obliga a que la resolución de admisibilidad formal sólo pueda adoptarse "después de ser oído" el acusado, según se desprende de lo dispuesto en el cuarto párrafo del artículo 12 de la citada Ley.
Es decir, que cuando la Ley erige como requisito previo de la admisibilidad formal la "vista al acusado para que conteste la acusación en un término de diez días", estamos en presencia de un acto de instrucción, tal vez no inquisitorial, pero con suficiente entidad como para predisponer al jurado en un sentido o en otro, teniendo en cuenta especialmente que éstas y otras pruebas deberán ser reproducidas, sin posibilidad de remisión a actuaciones anteriores, en el juicio plenamente contradictorio.
Ambas circunstancias, la valoración preliminar de la prueba fuera del juicio plenario y contradictorio y el obligatorio descargo antes de la formación de causa, impiden al mismo jurado juzgar el fondo del asunto con las debidas garantías de imparcialidad objetiva, y ello por una simple aplicación del principio «el que instruye no debe fallar».
Juicio político vs. juicio jurisdiccional
Como hemos manifestado con anterioridad en otras columnas, el juicio "político" está lejos, muy lejos de ser considerado un juicio no sujeto a reglas procesales ni excluido de las garantías de respeto a los derechos fundamentales. La característica singularizadora de estos juicios es que no son llevados a cabo por órganos jurisdiccionales en sentido estricto sino por órganos especiales integrados por miembros de otros poderes del Estado y que sus fallos son "políticos" en el sentido en que representan el ejercicio de las facultades de control desde los poderes políticos stricto sensu hacia los poderes jurisdiccionales. Todos ellos, sin distinción, están sujetos al principio de legalidad, de modo que no puede en ningún caso presumirse ni reivindicar que en los "juicios políticos" se puede hacer cualquier cosa con tal que así lo decida la mayoría y que son simples expresiones de las relaciones coyunturales de las fuerzas políticas.
La vieja y acientífica dicotomía bidartcampiana entre política agonal y política arquitectónica resulta aquí inaplicable, superflua e inoficiosa. Un juicio político nunca es expresión de la "política arquitectónica" sino del mero equilibrio y control recíproco entre los poderes del Estado.
El juicio político destitutivo de los jueces es la versión negativa del juicio político positivo que se lleva acabo mediant su proposición de designación por el Poder Ejecutivo y el posterior acuerdo senatorial.
Los juicios destitutivos no pueden crear nuevas figuras penales, ni estar sometidos al toma y daca político de cada momento. Son políticos porque en nuestro sistema judicial los jueces tienen la potestad de declarar la inconstitucionalidad de las leyes (una facultad política, no jurisdiccional) y así como sus actos jurisdiccionales son irrevisables por el poder político, sus actos políticos están sujeto al control de los restantes poderes. Es decir, que el poder político puede examinar si las facultades políticas de los jueces han sido ejercidas con rectitud o con desvío.
Para eso se ha creado la figura del "mal desempeño", que no responde a las características cerradas y de aplicación restrictiva de los tipos penales, sino que es una causal "política" en el sentido más flexible y menos filosófico de la expresión. Cuando un juez pierde la confianza de los otros poderes, porque su desempeño "político" ha sido deficiente, queda habilitada su destitución.
Muy distinto sería el caso si los jueces no tuviesen facultades políticas y se autogobernasen, como sucede en otras partes del mundo. Pero mientras conserven el poder de dejar sin efecto, para casos concretos, las decisiones que el poder soberano convierte en leyes y mientras sigan tutelando en primera instancia los derechos fundamentales de los ciudadanos, el mismo poder soberano ha de poder destituirlos con relativa facilidad y sin derecho a que nadie alegue "interferencia política" en los procesos destitutivos.