
Desde entonces, los orígenes del poder en Salta no están relacionados con el éxito productivo, con la eficiencia económica, con el control de imaginarios batallones, ni siquiera con la posesión de la fuerza bruta representada en la metáfora maotsetungiana del barril de pólvora. El poder en Salta se tiene o no se tiene en función de la cuantía de los recursos materiales que una persona posee. El patrimonio, personal o familiar, es la unidad de medida del poder entre nosotros y pocos se animan a discutir esta verdad fundamental.
El patrimonio personal, como fuente y justificación del poder, debe ser cuidadosamente distinguido de la producción económica real, por cuanto la regla entre nosotros nos indica que cuanto más rico y poderoso es el propietario, sus empresas son tanto más ineficientes y ruinosas. El modelo social de empresarios boyantes dueños de empresas quebradas, o casi, se mantiene tan vivo entre nosotros como el ancestral culto a la Pachamama.
No en vano Salta es una sociedad sin rumbo.
La razón de esta catástrofe no debe buscarse solamente en aquel giro filosófico de finales de los ochenta sino en un fenómeno que se produce, en parte, gracias la sacralización de la antidemocrática regla del "tanto tienes, tanto vales". Este fenómeno no es otro que el creciente abandono de la política en favor de una pseudociencia del gobierno.
El gobierno de Salta (el actual y los que le precedieron, desde 1983) sólo existe para hacer imposible la política, es decir que para que la libertad de los ciudadanos, el pluralismo social y el impulso racional hacia la composición y conciliación permanente de los intereses divergentes, sean sustituidos por una "dirección única", sustentada en criterios tecnocráticos y pseudocientíficos, cuya misión es la de perpetuar y, tal vez, profundizar el modelo sociopolítico vigente.
El que gobierna se convierte, de facto, en "director supremo" de la sociedad (como Pueyrredon, ni más ni menos); el que espera su turno para gobernar (al que no podemos llamar aquí "oposición") sueña con hacer lo mismo, cuando le toque.
¿De qué manera hace ésto el gobierno? Pues elevando a la tecnología a la categoría de doctrina e intentando, en consecuencia, aplicar "ingeniería social" a los problemas y padecimientos ciudadanos. El gobierno tecnocrático, como el que padecemos los salteños, se desenvuelve y respira en la atmósfera enrarecida que genera su propia soberbia y hace su trabajo desde la convicción de que sus "ingenieros" (llamemos así a esta especie de casta de pequeños burócratas con ínfulas de especialistas y mucho apetito de poder) nos rescatarán de los dilemas de la política y de las punzadas del hambre, siempre que se les deje hacer su trabajo, sin interferencias, sin el estorbo de las intrusiones de los políticos, de los académicos y de las fuerzas libres de la sociedad.
El gobierno fracasa no tanto porque no sepa hacer las cosas (que también), sino especialmente porque sigue creyendo que el Estado no es el protector de los derechos o el árbitro entre los intereses divergentes, sino el productor de felicidad. Cuando el gobierno renuncia a hacer política, porque prefiere imponer sus criterios tecnocráticos sobre el conflicto social, es decir, cuando se convierte en el oráculo de la "voluntad popular" a la que intenta adivinar sin consultarla, deja al descubierto que su verdadero objetivo no es gobernar la diversidad sino intentar transformar la sociedad en algo mucho más eficiente y efectivo. Pero no para que de tal eficiencia y efectividad se beneficie el conjunto social sino -y casi exclusivamente- para agradar y satisfacer a quienes poseen las más cuantiosas cuotas de poder. En este sentido, nuestro actual gobernador -un auténtico convencido de la virtualidad transformadora de su inoperante gobierno- es el menos "político" que ha dado Salta en muchísimo tiempo.
Fenómenos como la pobreza, no consiguen ser derrotados en Salta precisamente por los altos costos que el gobierno debe pagar por arrinconar a la política en el estante de los trastos viejos, por tributar al circuito del poder económico menos productivo y por tratar de imponer caminos cerrados y sin alternativas para la solución de los problemas comunes, una tarea que lleva acabo empaquetando auténticos adefesios tecnocráticos con ese muy versátil y multicolor papel celofán al que se ha dado en llamar "políticas de Estado".
Estamos llegando al límite
Este orden de cosas tiene un límite. No es posible pensar racionalmente que ha de gozar de una salud perpetua. Uno de los síntomas más claros de declive de un orden social determinado es que sus miembros, en lugar de centrarse en el trabajo real de la producción económica, dedican gran parte de su tiempo a la política, intentando poner parches a las grietas que empiezan a aparecer debido a "las contradicciones internas" de esos sistemas. Ésto está sucediendo en Salta ahora mismo.
La riqueza personal comienza a mostrar signos de debilidad como factor de legitimidad del poder, aunque sigue siendo, por el momento, un "requisito de acceso" a la política, entendida ésta como la mera confrontación electoral. Los menos dotados intelectualmente para la práctica racional de la política tiemblan cuando comprueban que su patrimonio es cada vez más insuficiente para mantener sus "espacios" de poder.
Para volver a encontrar el rumbo perdido por la sociedad, es necesario acometer una serie de reformas que no admiten dilación alguna. Entre ellas, una de las más importantes es la de rebajar urgentemente el "piso económico" para acceder a la política, objetivo que se alcanzará desmonopolizando el acceso a las candidaturas electorales, acortando drásticamente la duración de las campañas, asegurando la igualdad "mediática" de todos por medios transparentes y respetuosos con la libertad informativa, obligando a los competidores a formular y confrontar auténticos "programas de gobierno" que eviten las promesas irrealizables , y no meras "plataformas electorales" que contengan vaguedades y catálogos de grandezas postergadas, descalificando de la competencia a aquellos candidatos que empleen recursos económicos cuya procedencia no puedan justificar y asegurando que los recursos públicos, especialmente los que se destinan a la atención de los más necesitados, no se utilicen para fines electorales. Debemos asegurarnos también que el gobierno no se vea obligado a "comprar el consenso popular" para asegurar la gobernabilidad. El acuerdo político, la "política" rectamente ejercida, es la primera valla contra la corrupción y la falta de transparencia que carcomen a los gobiernos contemporáneos.
Antes de preocuparnos por el "destino supremo" de Salta, antes de debatir posibles escenarios ideales de futuro, tenemos que asegurarnos que la política seguirá existiendo para evitar que se nos gobierne con la imposición de la fuerza o la amenaza del miedo o el terror. Una vez acertemos a recomponer las redes políticas, mediante el diálogo y la composición de intereses, en función del poder real de cada grupo, no en función de su patrimonio neto, será el momento de convocar a todos los interesados a definir, en plena libertad, un rumbo para la sociedad.
Ya para finalizar, quisiera advertir a mis comprovincianos que Salta sólo será capaz de encontrar una orientación clara y precisa hacia objetivos valiosos a través de la práctica activa de la política, sin exclusiones. Ningún pensamiento sectorial está hoy en condiciones de imponer un rumbo sin contar con el concurso de todas las expresiones del pluralismo social, al menos, sin exponerse a un fracaso absoluto. Salta debe afrontar el futuro con la convicción de que la incertidumbre propia del tiempo por venir es una fuente de oportunidades más que una debilidad o una amenaza. El deseo de certeza a cualquier precio supone un gran peligro para la política.
Ningún gobierno -y menos el actual de Salta- puede presumir de poseer (ni aspirar a tener) las claves de la historia o la solución a todos los "enigmas del universo", como escribió Hannah Arendt.
La unidad y la certeza, manipuladas científica o pasionalmente, podrían acabar con el conflicto y, de paso, con la libertad.