
Los políticos actuales buscan en los intentos de diálogo y reforma política nuevas fuentes de legitimación y de justificación de su rol social preeminente, más que soluciones a los problemas que aquejan a la sociedad.
Sobre ambas propuestas -la de diálogo y la de reforma- planean sombras paradojales.
La primera, y más evidente, es que el "diálogo" que propone el gobierno tendrá, previsiblemente, como interlocutores a los mismos partidos políticos que ahora existen, en un momento en que el sistema de partidos está completamente destruido, es decir, cuando los partidos no representan ni reflejan, siquiera aproximadamente, el pluralismo social e ideológico de la Argentina, y en el momento en que aquellas organizaciones se hallan más alejadas que nunca de los ciudadanos y de sus necesidades.
Muchos de nuestros partidos políticos -y esto sucede especialmente en Salta- padecen del llamado "síndrome de Noé", una patología institucional que empuja irracionalmente a ciertas estructuras a acumular un número desmesurado de animales. No parece prudente que sean estos partidos los que se aboquen a diseñar las instituciones del futuro.
¿Qué cosa buena puede salir de un proceso de diálogo entre un aparato gubernamental debilitado y una oligarquía partidaria sin rumbo y sin programa?
Idénticas dificultades enfrenta el proceso de reforma política. La segunda paradoja consiste en que esta reforma apunta, como primer objetivo, a superar la crisis de los partidos políticos mediante la universalización del sistema de elecciones internas abiertas, un mecanismo caro, inútil y pernicioso, que no ha traído más democracia a los partidos que ya lo utilizan y que, al contrario, ha contribuido como ningún otro a la dispersión de la ideas, a la indisciplina interna y a la atomización de la oferta programática.
Tal cual como se ha venido anunciando por el gobierno nacional, la reforma persigue objetivos sumamente modestos. Pero esta cortedad de miras es, en cierto modo, compatible con la baja intensidad de la democracia argentina. En el mejor de los casos, se trataría de introducir, por vía legislativa, ajustes menores en los mecanismos de asignación de roles políticos, a través de retoques en el sistema electoral que permitan equilibrar o, mejor aún, racionalizar la representación parlamentaria. No está mal; pero una reforma de esta naturaleza, limitada a aspectos procedimentales del juego político, es propia de un sistema democrático, como el argentino, que desde hace décadas mantiene internalizada una relación demasiado estrecha entre la idea misma de democracia y el derecho de sufragio.
No se trata, pues, de un objetivo desdeñable. Hay quien entiende que más elecciones significa automáticamente más democracia, pero hay también quien entiende que no sólo se necesita "más democracia" (en forma de elecciones) sino, en todo caso, a lo que aspiran los ciudadanos es a una "mejor democracia", y que ello no se consigue sólo llevando el sufragio hasta el último rincón de la sociedad, tanto como fomentando la participación, el libre asociacionismo civil, la libertad de expresión, y, especialmente, resolviendo el más importante reto que afronta nuestra democracia: el de la definición del rol de las minorías dentro del sistema político.
La institucionalización del rol de la oposición y de las minorías políticas
Nuestra democracia, como otras, se basa en el principio mayoritario, no sólo como criterio para la atribución del poder político, sino también para la resolución de conflictos, para el control de los actos de gobierno y para la participación institucional. Pero, a diferencia de otras, ignora completamente a las minorías políticas, no sólo en el plano legislativo sino en el de la práctica cotidiana. Desde la minoría opositora mayoritaria a la fuerza política más insignificante, ninguna de ellas parece estar en condiciones de reinvindicar un rol político estable e institucionalizado, y ello por la aplicación rigurosa del citado principio mayoritario, que, en el fondo, consagra un injusto monopolio de la mayoría sobre las decisiones fundamentales de una sociedad.
De lo que se trata, en consecuencia, es de limitar el principio mayoritario para que el juego político democrático no se desenvuelva solamente en torno a lo que decide el mayor número, sino que se abra a las aportaciones de las fuerzas minoritarias. Para ello es condición necesaria, pero no suficiente, lograr una representación más equitativa de las minorías en las asambleas legislativas, sino incorporarlas a la dinámica institucional extraparlamentaria.
Es más y mejor democracia la que se anima a institucionalizar el rol de las minorías políticas; la que es capaz de darles cabida en el aparato del Estado, sin necesidad de allanar su condición de oposición o de forzarles a coincidir con la fuerza mayoritaria gobernante. La inclusión institucional de las minorías políticas favorece la gobernabilidad desde que previene a estas fuerzas minoritarias de adoptar posiciones políticas extremas o "antisistema", deslegitima sus estrategias meramente destructivas y les proporciona un acceso directo e inmediato a las fuentes de información que necesitan para ejercer, con mayor eficacia e inmediación, su función de oposición.
La participación institucional de las minorías políticas, esto es, su representación en instituciones estatales consultivas o de control, y la posibilidad de que la oposición política mayoritaria disfrute de un status similar al del gobierno, con un rango protocolar determinado en los actos del Estado, con capacidad para constituir, si así lo desea, un Shadow Front Bench (Shadow Cabinet o gabinete en las sombras), que pueda disponer de un espacio público sufragado por el Estado para poder funcionar adecuadamente, sea consultada antes de que el gobierno adopte determinadas medidas trascendentales y sea debidamente informada después de la adopción de otras, no sólo ayudan a mejorar la gobernabilidad sino que duplican, casi de inmediato, la calidad de las instituciones democráticas.
El problema reside aquí en que este conjunto de reformas no puede ser llevado a cabo sino por genuinos demócratas. Con esto quiero decir que ni los partidos políticos ni sus actuales líderes están en condiciones de sumergirse en estas cuestiones por razones que son más que obvias.
A la oposición que conocemos no le interesa tanto mejorar la gobernabilidad ni la calidad institucional, cuanto erosionar al gobierno lo más rápido que sea posible. Al gobierno le interesa menos aún dar a la oposición un lugar que ésta ni siquiera reivindica dentro del sistema político.
La inexistencia institucional de una oposición organizada consagra la virtual irresponsabilidad de las fuerzas opositoras. Se piensa de modo arbitrario que es sólo el gobierno quien debe de rendir cuentas ante la sociedad, pero no la oposición, que debe de tener las manos libres. La irresponsabilidad opositora es un ámbito dulce para quien se desenvuelve en él, pero intrínsecamente injusto. Pero si la oposición estuviera corresponsabilizada en determinados asuntos de Estado, dejaría automáticamente de lado su estrategia destructiva y obstaculizadora, para asumir el papel de garante de la estabilidad del sistema, con plena capacidad de rendir cuentas de sus actos en cualquier momento, y no sólo cuando se celebren las elecciones.
La oposición dejaría de ser así un ente amorfo e irresponsable que sólo modera su discurso dos meses antes de los procesos electorales, para convertirse en un verdadero "gobierno alternativo", que es lo que esperan los ciudadanos. Esta nueva oposición no surgirá entre nosotros por arte de magia ni por la evolución natural de los acontecimientos políticos. Es necesario un revulsivo, un shock, un cambio profundo, capaz de desencadenar algo más que una mera reforma del sistema electoral y que se anime a reformar las constituciones que hiciera falta reformar, para que las mayorías no sólo se vean obligadas a respetar las opiniones de las minorías, sino que, en casos determinados, las opiniones de éstas resulten decisivas y vinculantes, y para que las minorías estén obligadas a formular, de forma periódica y contrastable, programas de gobierno alternativo, y a acordar determinadas políticas -cuando existan espacios de intervención- sin posibilidad de eludir las mesas de diálogo.
El día en que las minorías políticas disfruten de estas prerrogativas y las mayorías circunstanciales aprendan a convivir con ellas, nuestro sistema político habrá alcanzado la madurez suficiente para acometer el resto de las reformas -incluidas las del sistema electoral- que se hallan pendientes.