
No es necesario ser un analista muy profundo para darse cuenta de que las etiquetas de "peronismo ortodoxo" y "peronismo disidente" encierran sendas contradicciones en los términos. En la medida en que estas etiquetas sean capaces de resumirse en conceptos nuevos, estaríamos en presencia de lo que ciertos hombres cultos llaman oxímoron.
Cualquiera que haya vivido más de cuarenta años sabe que el peronismo nunca ha sido ortodoxo, puesto que jamás ha guardado fidelidad a su propia doctrina fundamental, ni ha tenido alguna vez una imagen unívoca de sí mismo, y que siempre, de una manera o de otra, se las ha ingeniado para disidir, sea de sí mismo, del sistema, del país, del mundo y del orden universal.
Del peronismo no puede predicarse -al menos sin asumir riesgos muy grandes- ni su unidad ni su coherencia. El peronismo no es una corriente de pensamiento político uniforme sino la simple agregación secuencial de momentos históricos diferentes.
Hay quienes creen ver en el peronismo liderado por un Perón viviente el momento de mayor unidad y coherencia, pero esto sólo ocurre en la imaginación histórica de algunos investigadores insuficientemente documentados. Perón cambió de ideas y de líneas de acción política mil veces durante su etapa más influyente (1943 - 1955) y con ello no solamente logró desconcertar profundamente a sus enemigos sino -lo que es peor- sumió en la perplejidad a sus propios seguidores.
Otro tanto hizo durante su largo exilio (1955 - 1973), especialmente durante su periodo madrileño, un tiempo en el que el líder expatriado recibió con cuentagotas las escasas influencias intelectuales que llegaban a una España clausurada políticamente desde una Europa en plena crisis de crecimiento, y cuyas fragmentarias enseñanzas reprodujo luego con torpes brochazos, en un vano intento de actualización doctrinaria y programática del peronismo que eclosionó -como casi todo el mundo sabe- en el ascenso y posterior caída de López Rega.
Perón fomentó la división de su propio partido, la emergencia de partidos provinciales filoperonistas y la consolidación de líderes neoperonistas dóciles a las corporaciones militar, sindical y eclesiástica de la Argentina de los años sesenta. Toleró el abrazo mortal de los grupos violentos que lo eligieron como icono de una revolución imposible por contradictoria, aplaudió la violencia (el asesinato de Aramburu) casi con la misma vivacidad con que después -supuestamente descarnado- la condenó.
El peronismo, ya despojado del narcisismo de Perón, no pudo nacer a la orfandad más que signado por aquellas profundas y ya insanables contradicciones. Lo peor, sin embargo, no es que el peronismo contemporáneo pretenda resumir todo lo bueno y lo malo de la Argentina en su seno; lo peor es que es que ha demostrado que es capaz de hacerlo.
Por eso es necesario denunciar el carácter artificioso de esta división entre peronistas que han abrevado de una olla de locro y peronistas que lo han hecho en otras ollas igualmente pulsudas. No son lo mismo, desde luego, pero ni el carácter ortodoxo de unos y el disidente de otros son capaces de erigirse en sus principales señas de identidad.
Pienso que el juez electoral, si es que alguna vez ha jugado al fútbol en el equipo de los abogados (que, a la vista del crecimiento de la matrícula y de la proliferación de abogados jóvenes y con talento futbolístico, decidieron dividirse en Abogados A, Abogados B y Abogados C), debería declarar abierto al uso universal el nombre de Partido Justicialista y empezar a repartir letras del abecedario para los que quieran postular sus candidatos.
Si este fuera el caso, ¿podría su señoría dejar afuera la letra K?