
No es aventurado suponer que el orador se refería no sólo al fulgurante ascenso social del gobernador fallecido, sino también -y especialmente- al suyo propio.
Se trata del reconocimiento explícito de que el ejercicio de la profesión política en Salta sirve, a muchos, como rampa de lanzamiento de ambiciosos proyectos personales y familiares de ascenso de clase. Lo que en otro sistemas sociales viene propiciado por el éxito profesional, las capacidades intelectuales, la educación, la belleza, el talento o la posesión de determinados bienes materiales, entre nosotros se consigue -y no con mucha dificultad- a través de la política.
Es forzoso reconocer que la apertura social de que disfrutan los salteños, desde que los aires renovadores de los años sesenta y setenta produjeran serias fisuras en la "sociedad tradicional", pone a disposición de una amplia franja de la población vehículos de ascenso y promoción social muy diferentes. La política profesional es tan solo uno de ellos.
Mucho se ha escrito también acerca del enriquecimiento pertinaz de algunos de nuestros políticos, un fenómeno que a la luz del civismo republicano es más inmoral cuanto menor es la edad de los nuevos ricos. Esta última circunstancia da la medida de cómo, en pocos años, aquel idealismo juvenil de los años sesenta y setenta ha sido sustituido por una idolatría del patrimonio. Afortunadamente, la preocupación por los Derechos Humanos y por la protección del medioambiente, rasgo distintivo de una generación, consigue a hacer pasar por altruistas a seres profundamente individualistas e insolidarios.
Cuando en los mismos predios alambrados en donde se ofició el homenaje a aquel insigne gobernador, campeón del ascenso social de los salteños, se erija el monumento a otro gobernador todavía vivo, tocará hacer explícito otro reconocimiento de hondo calado político como el que efectuó el prominente parlamentario. A este gobernador no podrá ciertamente recordárselo como el propiciador del "ascenso social" sino más bien como el "evitador" del "descenso social" de una muy apreciable cantidad de comprovincianos a quienes las prebendas políticas han salvado de la ruina y -más que ello- del escarnio.
La tendencia de esta clase social a procrear proles larguísimas ha puesto a sus integrantes en duros aprietos. Algunos han sabido salir dignamente al paso de tan incómodo trance echando mano del expediente, hasta ahora desconocido, de los matrimonios no ya interclase sino interétnicos. Otros, seguramente no tan hábiles, han escuchado los cantos de sirena de la política y se han aferrado a ella como a un clavo ardiendo.
Pequeños talleristas de San Lorenzo, vendedores de huevos, corredores de seguros acomplejados, inmobiliarios ocasionales, portadores de sonoros y linajudos apellidos han abandonado la chapuza para sumarse a la política, con cargos rentados en la Administración del Estado. No hablamos de personas con talento para la política o para el gobierno, que quede claro.
Muchos sobreviven hoy poniendo sellos en juzgados y otras oficinas públicas. Sólo una selecta minoría ha conseguido colarse en las intimidades del palacio y entre bastidores sirven al mandamás de turno en terrenos tan alejados a los cometidos nucleares del Estado como la jardinería, la decoración, la aromoterapia, la tapicería fina, la organización de eventos, el tejido de punto, la repostería regional o las relaciones públicas.
Todos ellos tienen en común el haber conseguido mantener su status gracias a un salvavidas arrojado desde ese gigantesco "ascensor social" en que se ha convertido el Partido Justicialista de Salta, que así como sirve para impulsar hacia arriba a ciertos ambiciosos sin pedigrí, sirve también, como ha quedado demostrado, para evitar el desplome social de aristócratas sin fortuna, sin talento, pero necesitados de llenar reglamentariamente ciertas apariencias.