
Aunque no se trata de un fenómeno exclusivamente salteño, algunos prestadores de estos "servicios auxiliares" han pegado el salto a la política sustantiva, atraídos en algunos casos por las posibilidades de influencia que el ejercicio de esta actividad trae aparejado y, en otros, por la posibilidad muy concreta de enriquecerse muy pronto y sin mayor esfuerzo.
Pero lo que más llama la atención es que, a pesar de la modernización de ciertas prácticas de la política y de los gustos de nuestros políticos (a quienes si les dieran a elegir preferirían una política reducida a la dialéctica permanente entre el marketing político light y la profesionalización del ejercicio del poder) nuestra elite política, como la de cualquier sociedad civilizada, percibe que la obtención, conservación y pérdida de su status no dependen tanto del momento histórico, de la eficacia de su marketing electoral o del azar, sino de su acierto a la hora de justificar ante los demás el lugar que ocupa en la sociedad.
Quiero decir que cualquiera sea el momento histórico o el grado de modernización de sus herramientas, la sociedad política necesitará siempre de un discurso que dé sentido a su papel frente a la sociedad civil, y ante ella misma. En suma, que necesitará de un discurso que identifique a ambos grupos como partes de una unidad y justifique la búsqueda de poder y estabilidad en él para sólo uno de ellos.
Las distorsiones del sistema político salteño que he señalado en un artículo anterior, conducen a la paradoja de que aquel discurso legitimador, que normalmente elabora la sociedad civil y que la política recoge para crear la falsa ilusión de una comunidad de intereses y objetivos entre ambas, contiene cada vez menos "letra" de la sociedad civil. Dicho en otros términos, los que "mandan" cada vez mandan más en nombre de intereses y necesidades propias, mientras que quienes "obedecen" cada vez obedecen menos por el consenso que prestan y más por la irresistible imposición de los que mandan.
Las "ideas" políticas que elaboran las usinas locales de pensamiento van perdiendo calidad y conexión con la realidad a medida que se expande la sociedad política en detrimento de la sociedad civil. Los discursos "políticos" stricto sensu ya no se esfuerzan por justificar éticamente el rol de la sociedad política dentro del conjunto social, simplemente porque cada vez lo necesitan menos.
Y no lo necesitan por dos motivos muy evidentes: 1) el desequilibrio -llamémosle demográfico- entre la sociedad política y la sociedad civil exime a la primera de intentar una justificación ética de su rol en base a las necesidades e intereses de la segunda, y 2) la correlativa debilidad de la sociedad civil, traducida en desvertebración y falta de organización, impide a ésta elaborar un discurso coherente y consistente acerca de sus necesidades e intereses. Es la pescadilla que se muerde la cola.
Esta disfuncionalidad de nuestro sistema político permite a muchos líderes llenar ciertos vacíos programáticos -e, incluso, ideológicos- mediante la simple invocación de las necesidades de ese colectivo difuso al que se alude como "la gente". Una sociedad civil fragmentaria, de baja intensidad, aceptará sin mayores cuestionamientos los desvelos de la sociedad política por "la gente" e incluso valorará como elaboraciones superiores de esta idea ciertos eslóganes propagandísticos como "Salta la linda será también Salta la justa", "haciendo realidad la esperanza", "el orgullo de ser salteño" o "colocando al hombre en el centro de la escena política".
Se produce aquí otra situación paradojal: Mientras que la política necesita de un continuo fluir de ideas para seguir funcionando, nuestros actores políticos más visibles no parecen especialmente dotados a la hora de poner en circulación nuevos pensamientos que enriquezcan el debate político. Se tiende a confundir interesadamente el debate de ideas y el debate programático con el debate ideológico, un terreno en el que muchos activos de la política se sienten muy cómodos, como aquel que conoce de antemano el final de la película.
Pero es sabido que la ideología es la negación de la política, así como el debate ideológico es la negación del debate de las ideas políticas. Lo auténticamente desafiante es hacer frente a ideas nuevas, a ideas que pongan en entredicho verdades establecidas e, incluso, que proyecten una mirada crítica sobre la vida y obra de algunos "líderes fundacionales" del pensamiento político nacional.
Conclusión
Más tarde o más temprano la política de Salta deberá afrontar su propia renovación. La "política sin ideas" que abanderó el justicialismo desde 1983 en adelante tiene los días contados. El salteño medio se pregunta cada vez con más insistencia cuál es la razón moral por la que un conjunto más o menos afortunado de grupos de interés controla todos los mecanismos de la política en Salta, una actividad llamada a servir a todos los ciudadanos por igual.
No está lejano el tiempo en que los políticos volverán a ser auténticos portadores de ideas como lo son hoy de maquillaje y de compromisos con los intereses más poderosos.
Es duro reconocerlo y muy aventurado plantearlo, pero una operación profunda y decidida de rescate de la política de las ideas al servicio del conjunto social requiere de una moratoria electoral que permita la reformulación total del sistema de partidos y las reformas necesarias para potenciar la fortaleza del tejido social. Si nuestras elecciones no movilizaran tan ingente cantidad de recursos, incluidas las emociones populares, tal moratoria no sería necesaria. Pero en un escenario de elecciones bianuales, con campañas muy largas y muy caras, con candidatos pudientes que apuestan a la política auténticas fortunas como en la ruleta, ningún cambio es posible.