
Tal vez en nombre del pragmatismo o en el de cualquier otra deidad moderna, durante los últimos veinte años hemos asistido al espectáculo de gobiernos socialistas erigidos en defensores a ultranza la libertad de mercado (situación muy frecuente en Europa), y, más recientemente, al del inesperado intervencionismo económico de gobiernos indisimuladamente neoconservadores como el que encabeza el señor Bush.
Difícil es no reconocer que el archivo -provisional, para algunos- del enfrentamiento ideológico que caracterizó la mayor parte del siglo XX benefició a aquellos países con casi dos décadas de estabilidad política, crecimiento económico y paz social. Es cierto que son muchos y muy complejos los problemas que aquejan a aquellos países, especialmente los que afectan a su economía; pero no es menos cierto que los instrumentos de que disponen las mayores democracias del mundo para resolverlos son mucho más sofisticados y eficaces hoy que los que se conocían en los años 30 del siglo pasado.
El clima político y social es también diferente, y en ellos influye decisivamente el proceso avanzado de relativización de las ideologías al que me refiero.
En la Argentina, sin embargo, las cosas son bien diferentes. Durante la larga vigencia del peronismo, esta fuerza política se encargó, prolija y sistemáticamente, de anatematizar las ideologías, sean de izquierdas o de derechas, y de resolver, apelando a métodos contundentes, cualquier diferencia con su propia línea de pensamiento. Los militares, cuando les tocó gobernar, hicieron algo bastante parecido, con la diferencia de que su metodología represiva alcanzó también a los sectores peronistas más moderados.
A causa de su opción anti-ideológica en un mundo sobreideologizado, la Argentina perdió el primer tren de la historia y en los sesenta años posteriores a 1930 mostró al mundo de qué modo un país prematuramente moderno y casi escandalosamente rico es capaz de tirar por la borda los logros obtenidos en los sesenta años anteriores.
A causa de su opción ideológica, la Argentina volvió a poner los pies fuera del mundo y todo hace pensar que estamos viviendo sólo la infancia de un largo periodo (¿otros sesenta años, quizá?) de frustraciones y de desavenencias muy profundas. (Continúa...)