
Parece inevitable que algunos sostengan una opinión contraria y defiendan que, al fin y al cabo, gracias a aquel desgraciado spot, el "gris" Fernando de la Rúa consiguió imponerse en las elecciones de 1999. Pero así como ésto es rigurosamente cierto, no lo es menos que el electo presidente, al aceptar jugar con su carácter supuestamente "aburrido", no hizo otra cosa más que dar la razón a sus detractores y abrir la puerta a los más feroces ataques a la investidura presidencial que se recuerden en toda la historia de la Argentina, desde que existen los medios masivos de comunicación.
Es triste pensar que detrás de aquel anuncio, impulsado por un "arrebato creativo", no sólo habían expertos en publicidad deseosos no tanto de ganar las elecciones cuanto de dar una campanada en materia publicitaria, sino políticos desafortunadamente poco rodados y cautivos de una singular ingenuidad, como los propios hijos del candidato a presidente. Más triste aún es pensar que De la Rúa prefirió seguir los consejos familiares en contra de la opinión de quien por entonces era uno de sus principales asesores de campaña: el norteamericano Dick Morris.
De la Rúa pudo ganar las elecciones y asumir como presidente, pero nunca pudo quitarse de encima la imagen de ese hombre de aspecto cansino luchando contra su propia naturaleza. Su body language revelaba a cada instante el alto grado de impostura al pretender negar irónicamente la evidencia con un poco convicente "¡Dicen que soy aburrido!". El aspecto doctoral y distante de De la Rúa, sus movimientos de hombre puntilloso, sus tics de buen alumno, eran, al contrario de lo que se suponía, un formidable activo en la construcción de la imagen electoral de un candidato que no estaba, ni por asomo, obligado a "vender frescura" o "diversión" sino a explotar lo que realmente era: un hombre serio, preparado para gobernar y con una honradez personal y política como la que pocos podían exhibir.
Sus "constructores de imagen", atrapados en las sensualidades de la posmodernidad, enfocaron entonces sus cañones hacia el estereotipo del "aburrido" sin dejarle al expresidente una posibilidad, siquiera mínima, "de ejercer de sí mismo", obligándole a interpretar un papel en el que ni los talentos superiores de Sir Lawrence Olivier o de Alfredo Alcón hubieran resultado suficientes. El efecto boomerang fue casi inmediato: a partir del desafortunado anuncio, la satirización de su imagen ya no se dirigiría tanto a su presunta condición de "aburrido" como a la oquedad e insulsez de aquella interpretación forzada.
Quizá la mayor paradoja surge de comparar el carácter conservador del expresidente y de su familia con la súbita e incomprensible pasión de sus hijos por el show business de fishnets and feathers.
Hasta aquí, la historia enseña cuán peligroso es dejar libradas ciertas cuestiones de innegable trascendencia institucional a la "inspiración" de los creativos publicitarios de moda. Enseña cómo el marketing político puede crear superhombres de seres normales o auténticos monstruos, dependiendo de la recete que se emplee. La segunda parte de la historia enseña mil formas en las que un presidente no debe comportarse frente a la ridiculización de que es objeto, si es que realmente quiere conservar su cargo.
Porque en el descalabro institucional producido a partir de diciembre de 2001 no sólo tienen responsabilidad los ultramodernos publicitarios del presidente sino también la supina irresponsabilidad de un comunicador social de masas que convirtió la burla al presidente en el espacio más atractivo y rentable de sus programas de televisión. No fueron ni la crisis financiera ni los cacerolazos los factores que aceleraron la caída de De la Rúa: fueron las burlas públicas, que erosionaron su capacidad de gobernar, las que en definitiva le impidieron atajar la crisis.
¿Qué hubiera sucedido si el presidente, siguiendo el atinado consejo de Morris, se negaba a filmar aquel spot en 1999? Pues, lo más probable es que el presidente no se hubiera visto obligado a fingir una imagen de "divertido" durante un cierto tiempo y que hubiera conseguido imponer su estilo "aburrido" como expresión de austeridad republicana y de vocación de servicio público. Ninguna razón había para reconvertir al serio y circunspecto De la Rúa en un histrión de segunda fila. ¡Tantas promesas electorales se incumplen sin ninguna consecuencia para el que resulta elegido! ¿Qué razón había para imponerle a De la Rúa una imagen pública que no era la suya propia?
Si el presidente hubiera estado sinceramente convencido de que debía imponer su estilo (el personal, el propio) por encima de cualquier otra consideración "de imagen", no hubiera aceptado someterse a la payasada que le propuso aquel "comunicador" cuando lo invitó a su programa y le sometió a las vejaciones que casi todo el mundo recuerda.
El presidente y su entorno carecieron de la valentía necesaria para poner en vereda a quienes ridiculizaban la imagen presidencial y lo hacían con el pretexto de que en todos los países del mundo los presidentes eran objeto de mofa y que esto estaba amparado en la libertad de expresión. Pero el jurista De la Rúa equivocó el enfoque y perdonó los ataques pensando que le eran dirigidos personalmente cuando en realidad estaba en juego la investidura presidencial y era su obligación reaccionar en defensa de la institucionalidad, o, lo que es lo mismo, en defensa de todo el conjunto social.
No hablo de una reacción penal que pudiera resultar incompatible con el ejercicio de determinadas libertades públicas, porque quienes de verdad creen en ellas no han de distinguir entre la injurias medianamente inteligentes y las que, decididamente, son producto de la estupidez más profunda. Lo que necesitó la Argentina en aquel momento fue un presidente disgustado con la farsa de que estaba siendo objeto, un presidente dispuesto a liquidar aquella absurda batalla por el peso de su investidura más que por su carisma personal por sus formas de "hombre bueno". Un presidente que diera señales democráticas de capacidad de mando y que al mismo tiempo lanzara a la sociedad un claro mensaje en favor de la seriedad y el respeto a las formas.
No es para nada cierto que todos los presidentes del mundo admitan de buen grado mofas y ofensas. Muchos suelen mandar a la horca a quienes se atreven con ellos. Pero en los países democráticos avanzados, en donde las libertades individuales o bien son más amplias o bien están mejor protegidas, los presidentes ofendidos suelen ser implacables, sin recurrir a ningún género de represión sobre quienes sostienen opiniones críticas o discrepantes. A veces, simplemente basta con un buen disgusto público. Otras, como sucede en el caso de la monarquía española, los ataques al honor del jefe del Estado son permanentemente monitoreados por los fiscales que no vacilan en recurrir a la figura penal de "injurias contra la Corona".
Pero en la Argentina, en diciembre de 2001, ya era demasiado tarde para intentar nada. Aquel candidato que accedió a parodiarse a sí mismo con el melancólico "¡Dicen que soy aburrido!" ya no pudo ni con la crisis ni con los cacerolazos.
Desafortunadamente, la breve presidencia de un político honrado y cabal como Fernando De la Rúa pasará a la historia no tanto por el hecho de haber sido abatida por la poderosa pinza de los intereses bonaerenses (apretada en un extremo desde Lomas de Zamora y desde Chascomús en el otro), sino por haber cedido al poder mediático de un farsante, cuyo éxito le ha costado a la democracia argentina mucho más de lo que todo el mundo cree. Mucho me temo que los científicos de la Política y los historiadores se ocuparán sólo de los cacerolazos y de la pinza bonaerense, y pasarán por alto el estudio serio y riguroso de la influencia real que tuvo el ataque de los farsantes sobre el descalabro de la instituciones argentinas a finales de 2001.