
A contrapelo de las democracias pluralistas, nuestra política liberal no está ligada a los derechos sociales y tampoco a la defensa de los derechos humanos. Para Galbraith aquel que no sea capaz de defender las libertades civiles y los derechos humanos no puede ser llamado liberal. Nuestro compromiso con los derechos humanos rechaza la presente ambigüedad en lo referente a este cuestión.
Esos términos, cargados de ideología y crispación, polarizan el campo político; instalan un persistente antagonismo que termina por relegar el tema de la libertad. El liberalismo es terreno adjudicado a una derecha indiferente a la pobreza y la cuestión social.
La liberación, es bandera de movimientos populistas que ven en el Estado un instrumento para construir la Nación y realizar la felicidad colectiva, a expensas de la libertad individual. Para los movimientos de liberación, las libertades políticas tendrían un valor inferior a la liberación y a la igualdad social. Aquéllas deben subordinarse y sacrificarse a éstas.
En las democracias occidentales la palabra liberal continúa sonando bien a muchos, aunque se cuestiona el concepto liberalismo, por su presunto carácter anticuado. Mientras en los Estados Unidos liberal es un hombre de izquierda o progresista, y un ultra liberal se acerca al comunismo, en Gran Bretaña es visto como centrista.
Nuestro caso tiene semejanzas con lo que, en 1870, observó Spencer en Gran Bretaña, donde la mayor parte de los que ahora se reputan como liberales, son conservadores de una especie nueva. Entre nosotros, el liberalismo aparece asociado a la negación de la democracia, y ésta como antítesis del liberalismo. Si éste fue motivo de condena, ese retoño agravado que es el neoliberalismo, multiplica su carga peyorativa. La sola invocación de este término tiene efectos inmediatos y letales: clausura cualquier controversia antes de iniciarla.
Con devoción, sin actitud crítica, mi generación abrevó en un antiliberalismo donde confluían corrientes fascistas y marxistas. Su parte actuante de se inclinó a la adopción de dogmas antes que al examen crítico, y mantuvo una un vehemente rechazo y resentimiento a la libertad, no estimada por inalcanzable.
Juan Bautista Alberdi reprochó al llamado liberalismo argentino su escasa propensión al ejercicio de la crítica. Advirtió que insultar, hostilizar, calumniar al que no piensa ni ve como nosotros, no es de hombres liberales sino de inquisidores bárbaros. El liberalismo, como hábito de respetar el disenso de los otros ejercido en nuestra contra, es cosa que no cabe en la cabeza de un liberal argentino. El disidente, es enemigo; la disidencia de opinión, es guerra, hostilidad, que autoriza la represión y la muerte.
Si su crítica al liberalismo conservador argentino hace de él un personaje simpático al antiliberalismo criollo, su defensa del liberalismo clásico incomoda a liberales conservadores y a antiliberales populistas de izquierda, incapaces de admitir la posibilidad de un socialismo liberal capaz de articular democracia liberal y socialismo.
Alberdi señaló incoherencias en esos liberales argentinos: Ser libre para ellos no consiste en gobernarse a sí mismos, sino en gobernar a los otros. La posesión del gobierno: he ahí toda su libertad. El monopolio del gobierno: he ahí todo su liberalismo ( ) La libertad de los otros, dicen ellos, es el despotismo del gobierno; el gobierno en nuestro poder, es la verdadera libertad.
Las ideas de Alberdi sobre el valor de la libertad individual y su denuncia del Estado omnipotente, están contenidas en escritos juveniles. En Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho (1837) señaló que la doctrina sobre la omnipotencia del Estado es la de la más inmoral y feroz tiranía. Voluntad de la Nación y poder del Estado, aún en construcción, importaban más que los límites y controles destinados a evitar abusos y restricciones a esas libertades.
Alberdi desarrolló esta idea en1880, en su última disertación en Buenos Aires, ciudad que había dejado 41 años atrás iniciando su largo destierro. Reafirmó sus ideas desde el título de su exposición: La omnipotencia del Estado es la negación de la libertad individual.
Alberdi recusó los excesos del Estado, en momentos que el Estado nacional argentino era un ambicioso y endeble proyecto, más que realidad consistente. De su consolidación dependía la arquitectura de una Nación, donde los individuos quedaban reducidos a ser parte de un todo superior al que no sólo debían subordinarse y acatar, sino idolatrar.
La Patria era y tenía que ser la negación de la libertad individual, en la que cifran la libertad todas las sociedades modernas. La libertad de la Patria es compatible con la más grande tiranía, y pueden coexistir en el mismo país. Contrapuso patriotismo antiguo, vinculado al amor a sus dioses, a patriotismo nuevo, que valora leyes, instituciones y seguridad. Es un patriotismo constitucional y racional antes que religioso y fanático.
El Estado argentino debía compatibilizar libertad con autoridad impidiendo avances sobre las libertades de creer, pensar, opinar, escribir, publicar, votar, obrar, circular, trabajar, adquirir, poseer, enajenar y trasmitir lo propio, abstenerse, ausentarse y de elegir patria, mujer, industria, y domicilio.
El liberalismo de Alberdi se centra en las libertades de los ciudadanos y son éstas las que dan fundamento a la libertad de la Patria. Alberdi marca un rumbo a la necesaria reflexión en vísperas del Bicentenario: lo que aquí está en juego no son meras palabras.
Este texto de Gregorio Caro Figueroa se publicó como carta editorial del número de septiembre de 2008 de la revista "Todo es Historia", que dirige Félix Luna. Su reproducción en este sitio web ha sido expresamente autorizada por su autor.