
Una sociedad madura y democrática valoraría por igual a todos sus presidentes, por el solo hecho de haber sido elegidos democráticamente, es decir, más allá de sus aciertos y errores. En la Argentina, sin embargo, parece gozar de mayor consideración el exgeneral Reynaldo Bignone -último presidente de la dictadura militar- o el mismo exgobernador Duhalde, que alcanzó la primera magistratura del Estado sin que nadie lo hubiera elegido para ello, que la -aún viva- presidenta Martínez de Perón y los presidentes Menem y de la Rúa.
El que los presidentes democráticos "no puedan caminar la calle" debería avergonzar a todos los argentinos, empezando por algunos jueces.
Esta circunstancia, más que de los presidentes en cuestión, habla muy mal de la democracia argentina aquella que el doctor Alfonsín inauguró en 1983 y a la que contribuyó a solidificar en 1991, y quizá no tanto, en 2001.