
La persecución de los criminales sean los ejecutores o los inspiradores, es una reclamación que nace en las profundidades del ser humillado por el delito. Los vencedores tienen el derecho ganado para ejecutar a los criminales de la guerra fría o caliente. Las alegaciones y fundamentos jurídicos se adecuarán, sin duda alguna, a sus acciones. Al fin de cuentas, se trata de hacer justicia a las víctimas. Es lo que ocurrió en el proceso de Nuremberg. Se ejecutó a los criminales de guerra que mataron sin razón alguna a millones de personas. Entre los que reclamaban justicia estaban los EE.UU. que mientras condenaban a los jerarcas nazis, en su territorio seguían matando negros en protesta por una política de integración. Y estaba a favor del castigo a los criminales nazis, la URRS, que mientras pedía un escarmiento para los victimarios del Holocausto, Stalin ordenaba una depuración político-social que se llevó a la tumba a cientos de miles de rusos por haber rendido el símbolo de la hoz y el martillo a las tropas alemanas en su paseo hacia el inútil viaje a Moscú y Stalingrado.
Si lo que se persigue es la muerte indiscriminada, el segar vidas de inocentes, nada más evidente que la guerra misma, desarrollada con o sin los protocolos de la Convención de Ginebra. Los soldados que mueren en las guerras también son víctimas de genocidio, aunque regresen a su país envueltos en la bandera y con una fúnebre condecoración. Es la guerra misma el mayor de los genocidios, cualquiera sea el intento de su justificación, que siempre será históricamente ocasional y por lo tanto, de una relatividad extrema.
En Argentina no fue posible la reconciliación a la española (aunque en estos tiempos se advierte un ostensible deseo de venganza en ciertos segmentos de la sociedad española), porque los militares estuvieron menos de diez años asesinando. Si hubieran estado cuarenta años, las víctimas se hubieran conformado con la devolución del poder al pueblo soberano, a cambio del perdón del genocidio. En Argentina los genocidas no han muerto aún en su totalidad, y eso vigoriza la sed de venganza. Es natural. Y en esto no hay teoría política que pueda explicar el fenómeno puramente emocional.
Al fin de cuentas, la prescripción de los delitos es un invento de algún político entusiasmado por las teorías jurídicas que se expenden en las Universidades. Es todo tan relativo, que a la inmensa mayoría de los profanos, así como de los ilustrados académicos, les parece muy lógica la contradicción de que el instituto jurídico de la prescripción se aplique a cualquier delito a excepción del genocidio. La elección resulta difícil porque, o admitimos la contradicción y aceptamos la imprescriptibilidad del genocidio aplicando un lanzazo al sistema jurídico, o lo rechazamos para ser coherentes con el sistema, en desmedro de la vida humana muerta multitudinariamente.
Mucho depende también, y hay que reconocerlo, de las cualidades o características de cada pueblo y la mayor o menor justificación de la guerra fratricida o contra el enemigo extranjero. No habrá pueblo, en todo caso, que haya perdido o ganado una guerra, que considere como un genocidio el haber matado a cientos o miles de enemigos, mientras más hayan sido, mucho mejor.
Para desteñir la ignominia del genocidio que es en lo que consiste toda guerra, se alegan exigencias morales. Se dice que no es lo mismo matar en batallas, que secuestrar, torturar y finalmente matar al enemigo, conciudadano o extranjero. La primera no sólo es una conducta moral, sino patriótica; la segunda es de tan alto grado de inmoralidad que los ejecutores de la matanza deben pagarlo con penas severas, las que cada país tenga legisladas. No cabe duda que el secuestro y la tortura deben agravar la pena pero el resultado final es siempre el mismo: la muerte de decenas o de miles de personas.
Estos comentarios no llevan el propósito de alentar soluciones posibles al hecho ignominioso de quitar la vida por decenas, entre otras razones porque es una empresa inane. Sirvan estas palabras para ofrecer una visión menos radical que las que insuflan las pasiones sociales de cada momento histórico, sin que por ello se pretenda por mi parte, encontrar el modo de contribuir a quienes buscan salidas jurídicas o políticas para los asesinos o sus ideólogos, porque en estos asuntos, cada país y en cada época histórica se propone las soluciones que mejor satisfagan a los reclamos sociales. Esto es así, y si todo parece indicar que no podrá ser cambiado o mejorado, mal podrían estas líneas asumir la condición de buque insignia de una lucha perdida antes de iniciada.
Lo que de verdad acontece, esté o no escrito, es que el que la hace la paga, siempre que el que tenga que pagar no pueda resistirse, pues si el que la hace ostenta un alto grado de fortaleza, no lo pagará aunque todos los pueblos del mundo clamen justicia y quien no quiera verlo, que ponga los ojos en China, y en todos los países que matan a los delincuentes socialmente irrecuperables en vez de aislarlos de por vida. Tampoco está demás el reconocer que el delincuente pagará por su delito no porque es lo que está mandado por las leyes, sino porque no puede resistirse, incluyendo en la resistencia, la fuga, como es natural. No es otra la razón de ser de la prisión provisional. Se encierra al sospechoso porque se presume que huirá. He ahí otra contradicción del sistema que pregona que todo encausado es inocente hasta que no se pruebe lo contrario mediante sentencia condenatoria firme, es decir, no impugnable.
Es tan alto el grado de relatividad en la que vive el hombre contemporáneo, que necesita que la ideología de turno le instruya en lo que debe creer, lo que debe hacer consigo y con los demás, y qué cantidad de odio debe dirigir a los que toman el sol en la acera de enfrente, porque se calientan con un sol diferente y al serlo, están demostrando que son indiscutiblemente malvados. De todos modos, nunca está demás castigar a un genocida, aunque sepamos que no todos los políticos que merecen el mismo trato, lo vayan a recibir, y aunque sepamos también, que el castigo será sustituido por un elogio desmedido con el que adorna a los tiranos de cualquier signo, porque todos son iguales y por lo tanto, con la misma habilidad para escamotear el castigo, sin que los pueblos que los soportan puedan remediarlo. Nunca han podido.