
La nuestra es, en los papeles, una democracia representativa, en la que el pueblo no delibera ni gobierna: lo hacen sus representantes.
La instalación, en espacios públicos destinados a otros fines, de tiendas (carpas) que albergan a ciudadanos que se manifiestan a favor o en contra de cuestiones que se están estudiando y debatiendo en el Congreso, parece más una kermesse que otra cosa, para deleite de los medios de comunicación que se suman al disparate generalizado, trasmitiendo las alternativas como si fuera un partido de fútbol.
Ello permite, al gobierno y sus aliados, banalizar la cuestión en debate, transformándola en un programa de televisión de la más baja calidad posible.
¿Alguien cree, por ventura, que esas manifestaciones ruidosas, desordenadas y vacuas, lograrán que los diputados y senadores voten a conciencia y en defensa del bien común? La historia demuestra todo lo contrario. Las asambleas populares, sin control ni rumbo, han causado y causan más perjuicios que beneficios.
Debe reconocerse que la reacción popular es consecuencia del descreimiento generalizado en las instituciones de la república y del descrédito en que han caído los partidos políticos, pero esa situación no se mejora insistiendo en un error peor, cual es una supuesta democracia tumultuaria.
Ya está debatiéndose en el Congreso la cuestión que suscitó la reacción los productores agropecuarios. Ya se saben cuales son las ideas en pugna y quien sostiene y porque razones cada posición. Ya se logró el objetivo de poner otra vez en funcionamiento uno de los poderes del Estado. No insistamos en vulnerar las formas de la república, representativa y democrática.
Ya llegarán tiempos electorales y allí se conformará el futuro.