Una cuestión de valores

Cuando uno se encuentra enceguecido por un turbión del tipo que hace 100 días padece la sociedad argentina, cuando parece que la noche se vino encima muy cerrada y para siempre, algo de la naturaleza humana empieza a repicar en las conciencias, inquietándolas, como buscando los medios que permitan hallar una salida, la luz al final del túnel. Necesitamos imperiosamente una suerte de astrolabio, una brújula, un sextante para fijar el derrotero. Y en estas épocas de relativismo reaccionario, en que da lo mismo chicha que limonada, aserrín o pan rallado, lo único -realmente lo único- que puede ayudar a salvarnos es volver la mirada a los valores permanentes, aquellos que, contra viento y marea y a lo largo de los años, han ido configurando nuestra idiosincrasia argentina en las condiciones de su vigencia, plagada de defectos pero igualmente plena de virtudes, con avances y retrocesos. Pero el punto es ¿quién está suficientemente libre de pecado para indicar semejantes herramientas? En realidad todos y a la vez nadie; dicho de otro modo, el cuerpo social mismo en conjunto, ese que está ya harto del desaguisado y contempla azorado a todos los que reclaman “un gesto de grandeza”, mientras los gestos mismos día a día los empequeñecen. En situaciones como ésta, la única manera de salir es pedes in terra ad sidera visu. No queda otra. Gustavo BarbaránPues si nadie está libre de pecado, ¿a quién le corresponde mantener la tenue llama de la lámpara que iluminará el camino hacia la salida? Hoy por hoy, por sobradas razones políticas e institucionales, la responsabilidad primigenia le cabe al gobierno nacional. No digo sólo la señora presidenta sino todo su equipo, incluso el marido gran elector. (Esa falla en la legitimidad de origen tarde o temprano debía sentirse… y pagarse). Pero igual responsabilidad tiene la dirigencia adversaria coyuntural, no tanto por la amplitud de su representatividad y legitimidad de origen cuanto por las consecuencias que están acarreando los cortes de ruta, un efecto dominó cuyas secuelas padece el pueblo llano. El drama es que las cartas están echadas sobre la mesa y pareciera que a esta altura ya no queda nada más por decir: es que está todo dicho pese a las reservas mentales. De allí entonces la necesidad de los instrumentos de navegación, para que el pensamiento (la razón) prime sobre la acción (la fuerza).

Las siguientes reflexiones fueron motivadas por la relectura del clásico de David Isaacs (La educación de las virtudes humanas, EUNSA, Pamplona 12ª edición, 1996) tantas veces utilizado por los docentes a la hora de formar juventud. Se trata de restituir valores imprescindibles para reencontrar un rumbo seguro; de la larga lista que tengo, mencionaré cuatro: responsabilidad, prudencia, comprensión y patriotismo. En cuanto a la responsabilidad, me remito a la nota firmada por Natalio Botana,  publicada en La Nación del jueves 19, titulada “Cien días de irresponsabilidad”, en la cual el autor se refiere a la obligación moral del gobernante -y de la dirigencia en general, agrego yo- de “prevenir errores posibles derivados de sus decisiones”. Consígala, está muy buena.

Continuo con la prudencia, la cual -para existir- necesita un cierto desarrollo intelectual e implica el paso previo de haber discernido o fijado un determinado criterio; para lo cual resulta imprescindible conocer la realidad, escapar de microclimas y conciliábulos en los cuales se enfrascan unos pocos que deciden y,  generalmente, no terminan de ver más allá del propio ombligo. Conocer la realidad, a su vez, conlleva la necesidad de re-conocer que uno no es dueño de toda la verdad, es decir estar advertido de las propias limitaciones. 

¿Por qué comprensión? Ella en esencia se da en el plano de las relaciones interpersonales (o grupales, cuando se procura un arreglo), cuando se interactúa. Intento comprender porque enfrente tengo a otro, con su carga de emociones y sus circunstancias. Por eso, si uno se siente comprendido a la vez está impelido a comprender a ese otro. Pero comprender “no es solo sentir con el otro”, que nos ubica en el plano de la simpatía; va más allá, hacia la empatía que es la capacidad de ver las cosas desde el “otro” punto de vista. A partir de entonces la comprensión ayuda a construir desde las particularidades, conjuntamente, detrás de un objetivo claro. Y eso vale tanto para la paz social como para el porcentaje de retención.

El patriotismo es como un hilo que enhebra las perlas de un collar, es la virtud –y  a la vez un deber- que galvaniza a las otras; podría no estar, pero su presencia les da un sentido, blinda a las demás. El sentimiento patriótico está devaluado porque lamentablemente los habitantes de este suelo consideran que su patria no les está asegurando “las condiciones indispensables para su desarrollo intelectual, moral social y económico”; se sienten desguarnecidos. Isaacs entiende que el patriotismo es un hábito operativo y “supone el desarrollo de la capacidad intelectual para actuar con justicia en función de unos valores reconocidos y asimilados”. Esta idea nos lleva suavemente al concepto de Nación, ya que hay nación por que hay Patria. Por eso me parece muy adecuada para la ocasión, una frase leída en un breve ensayo de G.K. Chesterton (El hombre común y otros ensayos sobre la modernidad, Ed. Lohlé-Lumen, Buenos Aires, 1996, regalo del día del padre), precisamente sobre el patriotismo: “Pero si aceptamos este mítico ser colectivo, este yo mayor, debemos aceptarlo de una vez por todas. Si nos jactamos de lo mejor, debemos arrepentirnos de lo peor. De otro modo el patriotismo será una pobre cosa”.

Ahora que se ha decidido trasladar el conflicto al Congreso de la Nación, la responsabilidad se traslada a los legisladores nacionales, quienes necesitarán todas sus luces para encontrar el punto de equilibrio y terminar la pesadilla. Vuelvan a usar estas herramientas, muchachos. ¡Por Dios, qué naif suena escribir todo esto en la República Argentina 2008!