La siempre difícil tarea de respetar al disidente

La descalificación lanzada ayer por la presidenta de la Nación contra los dirigentes de organizaciones agrarias opositoras a su gobierno (cuatro señores a los que nadie votó) parece haber convertido el conflicto sectorial que mantiene en vilo al país en una disputa por la mayor legitimidad democrática dentro de un Estado de Derecho. ¿De espaldas a la realidad?La ya famosa frase presidencial no conduce a otra interpretación que la negación de la representatividad de las organizaciones de interés que se le oponen, en base a un argumento tan, diríase, peligroso como la existencia de determinados liderazgos sectoriales no sujetos, en principio, a los mecanismos del sufragio universal.

Pocas dudas caben acerca de que la manifestación presidencial retrotrae el debate sobre la legitimidad democrática varias décadas atrás y que sienta un precedente poco feliz. De aquí en más, la señora presidenta será juzgada en función del carácter electivo o no de sus interlocutores futuros, lo cual ciertamente le acarrará -a ella y a la democracia argentina- problemas de difícil resolución.

El problema estriba aquí en ignorar que en una sociedad débilmente vertebrada como la nuestra, con una baja propensión a la cooperación basada en el asociacionismo libre y con una tendencia muy fuerte a multiplicación de elites, muy pequeñas pero muy influyentes, la democratización de todos los procesos sociales es más una utopía que una realidad.

Frente a este panorama, un gobierno democrático no puede pretender jugar sólo con aquellos jugadores que participen de su misma legitimidad democrática, porque no los encontrará y porque en el terreno de juego hay muchos otros jugadores que representan un mosaico de legitimidades bien diferentes, la mayoría de las cuales son capaces de superar "la prueba del nueve" de su compatibilidad democrática.

Sería hasta cierto punto deseable que la presidenta se negara a negociar con grupos antisistema, pero aun en este caso el escenario internacional está lleno de ejemplos de gobiernos democráticos que negocian con grupos que se encuentran al margen de la ley y fuera del consenso mínimo sobre el que se asienta la convivencia política, a la que atacan. El caso de ETA y el gobierno español es, en este aspecto, paradigmático.

Según algunas teorías, la obligación de la presidenta, la obligación de la democracia, es "democratizar" a los grupos de interés, disciplinarlos y hacerlos participar del juego democrático imponiéndoles las reglas que le son propias a las organizaciones gubernamentales, especialmente los mecanismos procedimentales de las democracias nominales y el principio mayoritario.

Pero antes que esto, los gobiernos están obligados a respetar la libertad de organización de estos grupos y sus popias preferencias a la hora de optar por uno u otro modelo de representatividad o, si se prefiere, de "relación con su base". Esto al menos es así en cuanto respecta a los sindicatos de trabajadores, un terreno en el cual la llamada "libertad sindical" protege intensamente sus opciones autoorganizativas, incluso a nivel internacional.

En estas condiciones, los gobiernos democráticos están obligados a entenderse con los grupos de interés, sin necesidad de poner en competencia sus modelos de representatividad. Lo contrario, es decir, anteponer la excelsitud democrática de la propia legitimidad por sobre todas las ajenas, supone que, más tarde o más temprano, el gobierno sólo negociará y acordará con sí mismo, es decir, con el único actor del juego democrático que está a la altura de sus pergaminos representativos.

Por otro lado, se advierte en el gobierno de la señora Kirchner un esfuerzo por negar la realidad, toda vez que no puede, de ningún modo, despreciar la legitimidad representativa de "cuatro señores" que, con derecho o sin él, mantienen al gobierno al borde de su caída.

La tendencia de la señora presidenta a intelectualizar hasta el más sencillo de los conceptos políticos la ha llevado a un auténtico callejón sin salida. No habrá ninguna crisis sectorial que pueda ser resuelta sin antes reconocer que quienes se oponen son tan legítimos como nosotros, con independencia de que su legitimidad provenga del voto o de cualquier otro mecanismo, incluso el del dedo, a condición de que (esos cuatro señores a los que nadie votó) busquen -lealmente y de buena fe- una salida al conflicto, en el marco del ordenamiento jurídico vigente y bajo la tutela de los principios democráticos.

Ha de tenerse en cuenta, además, que las nuevas herramientas de la comunicación digital son capaces de conferir legitimidad y representatividad muy rápidamente. Éste es un dato que no debe ignorar el gobierno. Que existen nuevos movimientos sociales que nacen, se desarrollan y mueren en unas horas y no por ello dejan de existir en la mesa de arena de la democracia moderna. Un gobierno que bien se precie debe ser capaz de escuchar incluso a estas fuerzas de opinión transitorias y llevar satisfacción a sus demandas.

Empeñarse en hacer lo contrario supone seguir gobernando con una visión maniquea propia de la primera mitad del siglo XX, tiempos en que no sólo era más cómodo sino hasta más acertado dividir las aguas entre "los que están conmigo" y "los que están contra mi".

El problema, por tanto,  estriba no tanto en sustentar esta visión simplificada de la nueva realidad social, sino exacerbar las divisiones, tarea en la que los Kirchner se han revelado como expertos y pacientes constructores de disenso. La presidenta (y el expresidente) deben reconocer, lo más pronto que les sea posible, que no son los únicos actores de la democracia argentina, que ellos "no la encarnan" ni la representan con carácter exclusivo y que los ataques que reciben, justificados o no, no son ataques al sistema democrático sino en la medida en que ellos desean que lo sean.