
A la distancia -y dicho sea con las debidas precauciones- da la impresión que el conflicto que enfrenta al gobierno de Salta con un sector de los trabajadores docentes no sujetos a estructuras sindicales tradicionales carece de ambas cosas: de comunicación y de negociación.
Del lado del gobierno no parece resaltar otra cosa más que el talante adusto y probablemente antiobrero del ministro de Educación, que no desaprovecha ocasión para transmitir a la sociedad su rechazo a la existencia de la huelga como derecho legítimo de los ciudadanos que trabajan. De la postura del gobierno en este conflicto se desprende también una quizá excesiva focalización sobre los números, las cuentas y los modelos matemáticos, así como una correlativa despreocupación por los problemas concretos y tangibles que afectan a la prestación del trabajo de los maestros.
Del lado de los docentes autoconvocados existe una preocupación aún menor por la comunicación. Su estrategia de conflicto parece centrada en debilitar la legitimidad de la postura gubernamental negativa a conceder el aumento pretendido, pero no hay detrás de esta postura una reflexión sincera y profunda acerca del esfuerzo que la sociedad (no el gobierno) está dispuesta a hacer para remunerar a sus maestros. Lo que se aprecia (a lo lejos, insisto, sin estar metidos en la tormenta) es que el sindicalismo asambleario persigue, no tanto mejoras en las condiciones económicas y profesionales de trabajo de los maestros sino alcanzar, a corto plazo, una posición de interlocución con el poder público que no pueda serle contestada ni disputada por el sindicalismo tradicional.
En otras palabras, que la impresión que transmite la estrategia de los huelguistas es que buscan con este conflicto y con su eventual solución, dejar la puerta abierta para posteriores conflictos en los que ya no pueda discutirse su representatividad ni el carácter democrático de sus deliberaciones asamblearias.
Es evidente que algo de esto está ocurriendo, porque si el salario de los docentes de Salta estuviese manifiestamente desfasado (esto es, gravemente retrasado) lo más probable es que el servicio público de educación no pudiera ser prestado de ninguna forma.
Es cierto que los maestros en Salta no tienen los mejores sueldos del país, que sus condiciones de labor a veces no alcanzan los estándares mínimos y que estas situaciones deben corregirse pronto. Pero la solución a estos problemas se antoja imposible si es que, antes de las huelgas, los interesados no se plantean con seriedad atacar los principales problemas que impiden al servicio público de educación alcanzar un mínimo de calidad razonable.
La huelgas, sobre todo las argentinas que son gratuitas para los huelguistas (en otros países estas medidas cuestan mucho dinero a quienes las llevan a cabo), cuando son repetidas y ejecutadas no como ultima ratio sino como "pasos normales de un plan de lucha", contribuyen a crear en la sociedad la sensación de un cierto desapego del maestro por su trabajo. Muy pocas veces una sucesión de huelgas de esta naturaleza deja tocados a los gobiernos contra los que se dirigen, porque de alguna forma la sociedad comprende -aunque no comparta- la insensibilidad social de los gobiernos en esta materia y muy pocas veces le pasa una factura electoral por ello.
Es por esta razón que la batalla sindical por el progreso económico y profesional de los maestros debe comenzar a plantearse en otros escenarios. Uno, el de la optimización del gasto social educativo por alumno, en donde el sindicalismo docente tiene mucho por aportar; otro, el de la gestión eficiente de las infraestructuras educativas, que puede suponer importantes ahorros operativos; otro, el de la presión sobre determinados sectores de la economía para que, a través de impuestos o de otras acciones, destinen más recursos a la educación.
En otras palabras, que un gobierno asfixiado económicamente no es quizá el sujeto pasivo más idóneo de una medida de fuerza de esta naturaleza. Los sindicalistas deberían plantearse renunciar a su obsesión de "afilar el lápiz" con el ministro de Finanzas, porque la impredecible marcha de la economía nacional puede convertir en papel mojado cualquier acuerdo en cuestión de horas.
Tanto a los autoconvocados como a los de la Intergremial les conviene más estudiar seriamente la evolución de los grandes números de la economía (gasto público en educación como porcentaje del gasto público total, evolución de la inversión educativa, porcentaje del PIB por habitante destinado a los salarios docentes, y otros), para poder detectar con mayor precisión en qué parte del circuito económico se encuentran los recursos que la sociedad necesita para remunerar dignamente a sus maestros y para relanzar la calidad educativa. Y dirigir allí toda su fuerza reivindicativa.
La alternativa es dejar que las cosas sigan como hasta ahora, es decir, trasladar al gobierno la carga de decidir de dónde sacar los recursos necesarios y a los usuarios del servicio (alumnos y familias) la carga de soportar el menoscabo económico que supone una educación de menor calidad.