
Lo novedoso en el caso que aquí trataremos, es que quien nos da lecciones de derecho es una persona iletrada; es decir, alguien que no es un profesional en la materia. Nuestra democracia al fin y al cabo permite estas y otras osadías.
Comenzaremos por lo más simple. El derecho a la defensa en juicio, consagrado invariablemente en nuestras constituciones y en los más importantes instrumentos internacionales de Derechos Humanos, tiene un rango jurídico notablemente superior al derecho de las víctimas a no padecer lo que se conoce como «victimización secundaria» o, más imprecisamente, «revictimización».
En virtud de la intangibilidad del derecho de defensa, una persona acusada, si lo considera conveniente y oportuno, puede poner legítimamente en duda la honradez de la víctima (o presunta víctima) si con ello se excluye o se pretende excluir la antijuridicidad de la conducta de que se le acusa.
No hace falta teorizar mucho sobre esto: desde el viejo dicho «el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón» (que permite matizar la culpabilidad de quien ocasionalmente desapodera de algún bien a quien tiene por costumbre apoderarse de lo ajeno) hasta la provocación, que suele obrar como atenuante para muchas conductas delictivas. Las víctimas no pueden ampararse en su estatus de tales para impedir o atenuar el ejercicio del derecho de defensa. Antes muertos que sencillos.
Y aunque tales circunstancias atenuantes o excluyentes de antijuridicidad no concurrieran en el caso, ninguna víctima puede sentirse revictimizada por el legítimo ejercicio de un derecho por parte de una persona todavía amparada por la presunción de inocencia. En otras palabras, que el derecho de defensa puede, ocasionalmente amparar, argumentos y actitudes moralmente deleznables.
Pero lo llamativo no es esto, sino que la victimización secundaria o revictimización rara vez tiene como sujeto activo a un particular acusado en juicio. Se habla de victimización secundaria cuando el desprecio o el maltrato hacia las víctimas proviene de las mismas instituciones que deberían defenderlas; y con más propiedad aún, cuando la maquinaria judicial añade a su calvario la carga de un proceso estigmatizante.
Es decir, que frente a cualquier atisbo de revictimización, contra quien hay que apuntar los cañones es contra las instituciones públicas, contra el gobierno, y no contra los particulares que tienen derecho a defenderse cuando son objeto de una acusación penal, sea esta justa o injusta.
Hay quien cree que los derechos de las mujeres -que existen y que debemos felicitarnos porque existan- ocupan la cima del ordenamiento jurídico, y esto no es verdad, en modo alguno. Pero esta falsa creencia no puede conducir, en ningún caso, a alterar el orden de prelación de los derechos, un orden en el que el derecho de defensa en juicio ocupa un lugar de máxima importancia.
Donde la ley dice 'menores de edad' leemos 'niñas'
En esta línea de distorsión interesada de los términos jurídicos se inscribe también la lección que nos alerta de que, para la ley penal, es lo mismo «menores de edad» que «niñas». Se trata de otra falsedad notable, si se nos permite así decirlo.Para empezar, el paralelo excluye injustamente del concepto a los menores de edad varones, sean estos niños, adolescentes o adultos. No hay ninguna razón legal que justifique esta exclusión, sobre todo en materia de corrupción de menores.
Por otro lado, en una figura penal en la que el bien jurídico protegido no es otro que el sano desarrollo de la personalidad de los menores de edad, no hacer distinción entre niños/niñas o menores adultos/adultas es sencillamente temerario. En un caso hablamos de una personalidad en plena formación y en el otro hablamos de una personalidad ya prácticamente definida.
Quienes defienden posturas sesgadas como esta son los mismos (o mejor sería decir las mismas) que, aferrándose al populismo punitivo en boga, promueven la rebaja de la edad de responsabilidad penal a los 14 años; pero solo para los varones, nunca para las mujeres. Si esto es igualdad, que venga Dios y lo vea.