
El candidato Martín Lousteau ha puesto el dedo en la llaga al decir recientemente que el «timbreo» (esa práctica tan cara a los afectos del grupo gobernante) es «invasivo e intimidatorio».
La opinión del candidato induce a preguntarse si la política tiene límites físicos (porque está visto que temporales no tiene); y si la intimidad del hogar familiar o del domicilio de las personas no constituye una valla infranqueable para las cuestiones vinculadas con los asuntos públicos.
La puerta de la casa de uno, aunque linde con la vía pública, es un espacio protegido. No es exactamente uno de los ámbitos en que se desarrolla la vida privada de las personas, ni ese ámbito espacial en el que los individuos ejercen su libertad más íntima, pero se puede decir que forma una parte inescindible de la sede existencial de las personas.
De forma tal, que las leyes protegen no solo las intromisiones en el interior de las viviendas o moradas de las personas (entrada, registro, ocupación, etc.) sino que también protegen contra los abusos que se puedan cometer, desde el exterior (es decir, sin entrada), a la puerta.
Pero si esto es así desde que existen la propiedad privada y el derecho a la inviolabilidad del domicilio, la protección del espacio exterior que rodea a las moradas (jardines, porches, etc.) es cada vez más intenso desde que las modernas comunicaciones permiten transmitir mensajes a las personas sin ninguna necesidad de molestarlas o acosarlas en su domicilio privado.
Antes, por ejemplo, cuando un cartero era portador de un telegrama o de una comunicación urgente, no había más remedio que llamar a la puerta de la casa del destinatario, sin avisarle previamente. Ahora, constituye una norma de etiqueta anunciar las visitas previamente por medios electrónicos antes de tocar el timbre de las casas.
Esta nueva forma de practicar las relaciones sociales previene a los individuos y a sus familias de tener que soportar visitas no deseadas, incómodas o agresivas. Así como un usuario de correo electrónico puede calificar como spam aquellos mensajes que de ningún modo ha solicitado, el morador de una vivienda puede considerar «no deseada» la visita de un vendedor ambulante, de un predicador religioso y, por supuesto, de políticos en campaña (los que, por cierto, no se diferencian mucho de los anteriores).
Demás está decir que el consentimiento del titular del derecho allana cualquier obstáculo para que la intimidad de su hogar sea escudriñada por gente extraña. Pero este no es el debate. Lo que conviene tener presente aquí es que lo que se puede de algún modo dispensar al vendedor ambulante o al divulgador religioso no se puede tolerar a los políticos, porque estos -a diferencia de los otros- deben demostrar en todo momento un mayor compromiso con las libertades y los derechos de las personas.
Así pues, el timbreo (sea macrista, kirchnerista o lo que fuere) es una práctica que debemos desalentar. No solo por razones jurídicas sino también por motivos políticos que son, incluso, más decisivos e importantes.
Tenemos que darnos cuenta de que un político que se ve forzado a tocar timbres para contar sus ideas, proyectos, propósitos o frustraciones puerta por puerta y que necesita un contacto cara a cara con el ciudadano es un político incapaz de pensar y de obrar a escalas mayores. El que recurre al timbreo es, por lo general, un político negado para el uso provechoso y eficaz de las nuevas herramientas de la comunicación. O quizá también un demagogo.
Pensemos que si el ciudadano puede rechazar de antemano (en Whatsapp, en el eMail, en Facebook, en Instagram o en Twitter) cualquier comunicación que no desea ¿es razonable que deba aceptar que alguien llame al timbre de la puerta de su casa y sentirse obligado a atenderlo?
El timbre es una forma de comunicación como cualquier otra. No es una condena que pesa sobre nosotros sino un elemento de mera comodidad.
El que piensa llegar a sus electores tocándoles el timbre debería pensar en la cantidad de hogares argentinos en donde por no tener timbre o electricidad, las visitas se anuncian por el ladrido del perro.