
No hay que ser ni teólogos ni filósofos profundos para darse cuenta que «sacar a Dios de las escuelas», como dice un conocido concejal de Salta, es imposible. Sencillamente, porque Dios está presente a un mismo tiempo en todas partes.
El liberar a la educación pública del peso de la educación religiosa muy poco se parece al empeño -por otra parte inútil- de erradicar a Dios, como dice el concejal.
Plantear el debate sobre si la educación religiosa compulsiva es o no congruente con los valores de la Constitución apelando a la libertad de cultos es una interesada manipulación.
Lo que hay que respetar es la libertad de conciencia de las personas, que es prevalente, y el derecho de los niños a no ser objeto de adoctrinamientos por parte del Estado. Si las iglesias o las confesiones desean hacerlo, allá ellos, pero siempre fuera de las aulas que se mantienen con el dinero de todos los ciudadanos, sean creyentes o no.
En términos muy simples, la libertad de conciencia consiste en creer (o no creer) lo que uno siente o experimenta en su fuero interno, desligado del mundo exterior, sin obstáculos ni imposiciones externas, sin limitaciones ni restricciones propuestas por otros.
Esto rige incluso en el ámbito de las familias, solo que en este último la libertad de conciencia de los individuos puede entrar en colisión con el derecho de los padres de educar a sus hijos en las creencias que les resulten más convenientes.
Pero el Estado no es un padre ni una madre. El paternalismo del Estado es una deformación de la función estatal.
El Estado no puede uniformar, por más que una sociedad más uniforme sea más gobernable. Tiene que saber lidiar con la diversidad y, si acaso, hacerla que deje ser fuente de conflictos para convertirla en fuente de energía para la innovación y el crecimiento.
Enseñar o aprender religión (cualquier religión que sea) no es progresista ni deja de serlo. Es una opción como aprender a tocar el violín o a jugar al tenis, dicho sea sin faltar el respeto a nadie. La idea de que sin la religión la formación del individuo no es completa (o no es «integral», como le gusta decir a la iglesia católica) es falsa y peligrosa. La dimensión religiosa y espiritual de las personas nace de ellas, no del entrenamiento. Si alguien decide prescindir de esta dimensión -como si decide no tocar el violín o empuñar la raqueta- su vida puede ser igualmente completa, siempre que se respete su libertad de elegir.
Si por el concejal fuera, la decisión de eliminar la educación religiosa en las escuelas públicas sería como escupir frente al paso de la imagen del Señor del Milagro. Y la verdad es que defender las libertades no constituye sacrilegio. Al contrario, Dios ve con bastante buenos ojos el ejercicio pleno de la libertad.
El problema son los que ven en la religión una oportunidad para esclavizar a sus semejantes, porque casi siempre ellos evitan esclavizarse a ellos mismos.
Son los que temen a la libertad, pero a la libertad de los demás, porque de la propia ellos saben muy bien cómo encargarse.