Urtubey no debate ni con su mamá

El Gobernador de Salta es de los que piensan que cuando se ganan las elecciones por porcentajes cercanos al 50% de los votos los debates no son necesarios, porque la razón de los votos es siempre más fuerte que cualquier argumento y porque al poder más vale ni toserle.

Por debajo de su apariencia de político sólido y sin fisuras, Urtubey demuestra que tiene la piel muy fina, que es un demócrata pero de cartón piedra. Lo hace no solamente cada vez que elude los debates fundamentales que los ciudadanos le proponen sino también cuando renuncia a promoverlos, cuando su obligación es la de convocar a la reflexión ciudadana antes de implementar sus políticas más controvertidas.

El Gobernador, formado en el armonicismo católico que afirma la hermandad universal de todos los hombres, piensa que los debates no solo son desgastantes para las figuras públicas como él (que relojean las encuestas de imagen cada hora y media), sino que también son una buena forma de dispersar a la grey, o a la «comunidad organizada», según de qué lado del mostrador se mire el fenómeno.

Pero quienes conocen un poco más de cerca cómo se mueven las cosas en las entrañas del poder afirman que Urtubey huye de los debates, por razones algo más pedestres. En realidad -dicen estas voces profundas- el Gobernador le dedica más tiempo al espejo que a los libros. Es decir, emplea su energía más en su imagen que en el cultivo de sus facultades intelectuales.

Y esto se traduce necesariamente en una atenuación -notable- de su capacidad para descodificar la compleja realidad que lo rodea. Sus ministros lo imitan y buscan alejarse de los torbellinos en los que bulle la inquietud ciudadana, un poco por desinterés, pero mucho más por la alarmante incapacidad de que son portadores.

Así por ejemplo, sin debate de ninguna naturaleza, a fuerza de decreto y con licitaciones «de cortesía», Urtubey ha impuesto el voto electrónico a más de un millón de salteños, que se lo han tragado sin apenas rechistar. La misma operación, a nivel nacional, ha promovido un debate intenso, vivaz y cada vez más interesante sobre el impacto que esta discutida herramienta tiene, no solo sobre el derecho al sufragio, sino sobre el sistema democrático y las libertades públicas en su conjunto.

Las pulseras 'de género'

De la misma manera, con un comunicado de cuatro líneas, sin consenso de ningún tipo y sin consultar previamente con las organizaciones dedicadas a la defensa de las libertades públicas, el Gobernador y su Ministra de Justicia se aprestan a poner en marcha la vigilancia electrónica para los denunciados por violencia de género.

Vaya por delante que estos dispositivos -bien utilizados y controlados celosamente por los jueces- son una herramienta mil veces más efectiva que los inútiles botones antipánico en los que Urtubey gastó una cantidad apreciable de dinero público.

Pero lo que llama la atención es que mientras en otros países del mundo la introducción de los brazaletes ha desencadenado debates largos, profundos y meditados, en los que el protagonismo ha corrido por cuenta de científicos de numerosas disciplinas y organizaciones de Derechos Humanos, en Salta basta con que una persona chasquee los dedos para que este asunto empiece a funcionar.

La culpa aquí es compartida entre el gobierno, interesado en el objetivo de debate cero, y la inercia imperdonable de unas organizaciones más preocupadas en lo que pasó hace cuarenta años que en los atropellos que se cometen hoy contra las libertades públicas.

El de los brazaletes electrónicos para personas simplemente denunciadas y sobre las que pesa una superficial medida cautelar de alejamiento (situación muy diferente a la de los condenados con sentencia firme que acceden a la libertad domiciliaria o a la de los procesados con prisión preventiva a los que se les sustituye el ingreso en prisión por el control electrónico), no es un tema baladí, ni mucho menos. Máxime, cuando lo que se plantea es colocarle también un dispositivo a la presunta víctima, para que toda su vida y sus movimientos sean escudriñados por el Gran Hermano, so pretexto de protegerla.

Es razonable pensar que, a pesar de que la vigilancia electrónica se encuentre prevista en el Código Procesal Penal, deba ser una ley especial de la Provincia la que regule minuciosamente su utilización, para evitar lesionar derechos fundamentales, impedir que el gobierno disponga de las libertades públicas por decreto y obligar a los jueces a ceñirse a la ley.

Así reaccionaría cualquier sociedad civilizada del mundo frente al desafío de equilibrar los derechos de protección de las víctimas y las libertades más básicas de que disfrutan o deben disfrutar los presuntos agresores mientras no haya una sentencia condenatoria.

La ley debería regular no solo las condiciones jurídicas de procedencia de la vigilancia electrónica sino también tutelar la dignidad de las personas sometidas a ella, para evitar su estigmatización social, sobre todo mientras los jueces no hayan pronunciado una sentencia que los declare culpables.

Pero Urtubey ha encontrado la cuadratura del círculo al declararse a sí mismo garante de los derechos consitucionales (un papel reservado a la ley, precisamente para evitar la arbitrariedad del gobierno), de modo que en Salta es Urtubey quien dice qué extensión tienen y en qué condiciones se disfrutan unos derechos cuya precisión y delimitación debe ser efectuada por el Poder Legislativo y, en última instancia (en caso de extralimitación legal), por el Poder Judicial.