Cuando el activismo social destruye la presunción de inocencia

La simpatía que despiertan los grupos sociales que defienden causas justas se desvanece rápidamente cuando advertimos que detrás de la lucha por la igualdad y los derechos se esconde una reivindicación sectaria por los privilegios.

Una acción igualitaria pierde cualquier legitimidad -o lo que es lo mismo, el aval de la sociedad- cuando la finalidad que persigue es pasar por encima de la ley o desconocer derechos fundamentales como el de la presunción de inocencia.

Visto desde otra perspectiva, el combate contra ciertas patologías sociales requiere del empleo de armas limpias y de procedimientos objetivos, transparentes y razonables, así como de una inobjetable sumisión a la ley.

El éxito de esta operación depende de que en el seno de la sociedad no surjan grupos con poder de veto ni con facultades para pronunciar condenas irreversibles, sin proceso, sin contradicción ni derecho de defensa. Los privilegios de estos grupos se vuelven más irritantes aún cuando el poder de veto extralegal y las condenas sumarísimas se utilizan de una manera selectivay con criterios de oportunidad política; es decir, según la cara del cliente.

Por este motivo, la sociedad no puede interpretar como una victoria el hecho de que, en nombre de la igualdad y de los derechos de las minorías desfavorecidas, se avasalle la presunción de inocencia de las personas.

En Salta, como en cualquier lugar del mundo, las denuncias y las medidas cautelares no son suficientes argumentos para impedir que alguien acceda a un cargo público. La sola intervención de un juez, sin la apertura formal de un proceso y sin la imputación de una conducta criminal que dé derecho a defenderse no es razón para proclamar la culpabilidad de nadie. Al menos, en las sociedades más civilizadas.

La presunción de inocencia es un derecho que ampara a todos por igual, por lo que su destrucción, aun en casos concretos y puntuales, comporta una lesión gravísima a los derechos del conjunto de los ciudadanos.

La Constitución Nacional, con buen criterio, solo establece dos requisitos para ser admitidos en los empleos: la igualdad y la idoneidad. Si el candidato a ocupar un cargo puede acreditar que ha participado en un proceso de selección equitativo, basado en la ley, y que su idoneidad ha sido confirmada por los órganos competentes, hay que dejar que las instituciones tomen la palabra.

Esta visión no supone la defensa de nadie en particular, y mucho menos la afirmación de la culpabilidad o inocencia de nadie.

El asunto va más allá de las personas, sobre todo cuando son los grupos los que, ejerciendo una presión que excede cualquier razonabilidad, evitan que las instituciones agoten sus procedimientos. Lo que ocurre, por ejemplo, cuando la precipitación, los enconos personales o la demagogia impiden que la Cámara de Senadores de la Provincia ejerza sus facultades constitucionales negando el acuerdo a un candidato, por razones que ni siquiera tiene necesidad de hacer públicas.

Tan malo como todo esto, para la igualdad de las personas y de los sexos, es ejercer el poder de veto para unos sí y para otros no, sin que haya una base objetiva y razonable para practicar distinciones en casos que son idénticos.

Los grupos que en la sociedad defienden la igualdad, refuerzan su legitimidad y la aceptación social de sus demandas sometiéndose a las reglas del juego y haciendo esfuerzos por tratar de igual forma todos los casos iguales. Cuando renuncian a hacerlo y, en vez de bregar por la igualdad de todos ante la Ley se amparan en privilegios, pierden su legitimidad como grupo, aunque no la pierdan sus reivindicaciones.

Los argumentos morales son insuficientes y altamente manipulables. Ni el más rotundo de ellos puede reemplazar a una sentencia judicial dictada en un proceso con todas las garantías legales. El triunfo de la igualdad es el triunfo del imperio de la Ley y la vigencia del derecho a la presunción de inocencia. Todo lo demás son avances sectoriales que solo ponen en entredicho la vigencia del Estado de Derecho.