
El revuelo montado alrededor de las peatonales, cuyos ecos alcanzan también a las obras que se realizan en el Parque San Martín y el Monumento a Güemes, nos está sirviendo para darnos cuenta de que los funcionarios del gobierno de Salta -tal vez a causa de su desprecio por la filosofía- han llegado tarde, una vez más, a la realidad.
A todos debería llamarnos la atención el alarmante retraso y la imperdonable perplejidad con que estos funcionarios parecen haber descubierto que en el mundo existe un movimiento global de resistencia ciudadana activa y semiespontánea, que reacciona frente a las transformaciones urbanas, supuestamente modernizadoras, impuestas sin consenso y gestionadas con falta de transparencia.
Dos casos emblemáticos
Este movimiento ha alcanzado recientemente una singular virulencia en dos casos muy señalados: el del Parque Taksim Gezi de Estambul y el del barrio de Gamonal, en la ciudad española de Burgos.El primer caso se produjo tras anunciar el gobierno turco que tenía la intención de demoler el parque -uno de los más pequeños de la ciudad- para volver a erigir en el lugar el histórico Cuartel Militar de Taksim (derribado en 1940), así como para construir un moderno centro comercial. Las protestas masivas que se produjeron en 2013 estuvieron, como se recordará, a punto de echar por tierra al gobierno de Recep Tayyip Erdoğan.
En el segundo caso, la chispa que encendió el fuego fue la decisión del Ayuntamiento de Burgos de gastar 13 millones de euros para construir un bulevar sobre la antigua calle Vitoria, en el barrio de Gamonal, uno de los más densamente poblados de la capital burgalesa, que nació en pleno desarrollismo franquista y que en las décadas posteriores acogió al aluvión inmigratorio provocado por la apertura de polígonos industriales en las cercanías.
En ambos casos, como es sobradamente conocido, la disputa se ha resuelto con la suspensión definitiva de las obras; es decir, con una rotunda victoria ciudadana.
El caso de Salta
Salvando todas las distancias, el conflicto por las peatonales de Salta obedece a los mismos impulsos y condicionantes: la insatisfacción ciudadana frente a un intento sistemáticamente organizado por el poder político, en connivencia con el poder económico, de imponer reglas imperativas en materia de uso y ocupación del espacio público, en desmedro del derecho de los ciudadanos.Aun con sus códigos, su lenguaje y su ancestral mansedumbre de por medio, los salteños han reaccionado en defensa del espacio que es de todos, pero que, por razones que son fácilmente comprensibles, es objeto -aquí, como en otros sitios- de una apropiación indebida por parte de los planificadores, de los tecnócratas y de los administradores públicos, inclinados permanentemente a satisfacer los intereses económicos más poderosos.
Durante décadas la ciudad y sus ciudadanos han venido tolerando -con exasperante sumisión, todo hay que decirlo- la creación de espacios falsos y la proliferación de falsificadores de diverso pelaje, especialistas en ocultar las más descaradas operaciones de poder detrás de lenguajes técnicos que los hacen pretendidamente incuestionables. Son estos falsificadores los que han puesto el mayor esmero en presentarnos como espacios urbanos supuestamente neutrales aquellos que, en el fondo, solo responden a relaciones de poder.
Dicho en otros términos, que a los salteños les ha gustado bien poco que el gobierno se gaste una cantidad millonaria para reformar las calles pensando, no tanto en la mejora estética y funcional de la ciudad, sino en los beneficios que las mejoras reportarán a quienes tienen instalado un negocio en tales calles y en los progresos (siempre presuntos) de aquellos que idolatran a ese becerro de oro, panacea de todos nuestros males, llamado turismo.
Muchos salteños consideran injusto que se gaste dinero público, dinero de todos, para mejorar y hacer más rentable una maquinaria que ha sido diseñada milimétricamente para expropiar las escasas rentas de los más pobres, a través de mecanismos perversos como la inflación o las ventas con tarjetas en infinitas cuotas.
Aunque disfrazado de tradicionalismo, el descontento de los salteños por las obras de las peatonales encierra una frontal contestación al urbanismo mercantil: el mismo que diseña a su gusto y en función de sus necesidades el transporte, los servicios, las infraestructuras básicas y hasta los espacios recreativos, privilegiando su valor de cambio por sobre su valor de uso.
En otras palabras, que detrás de la disputa por el diseño de unas farolas o de unos bancos, se esconde una dura polémica por la instrumentalización de un derecho fundamental (el «derecho a la ciudad», o al «hábitat», en el sentido más amplio) para apuntalar la vitalidad de ciertos negocios particulares, despreciando su utilización como un bien público democráticamente gestionado.
Desgraciadamente para el titular de la Comisión de Preservación del Patrimonio Arquitectónico y Urbanístico de la Provincia, esta (inútil) «discusión filosófica» se halla en la base de todo el conflicto desatado en torno a las peatonales de Salta.
Henri Lefebvre
En 1968, un marxista revisionista, no dogmático, rompió los moldes con un escrito que durante mucho tiempo pareció condenado al olvido.Aquel año, el filósofo francés Henri Lefebvre (1901-1991) escribió «El Derecho a la Ciudad», una obra en la que afirmaba su convicción de que el individuo puede y debe crear las condiciones que le permitan cambiar la estructura de la ciudad y reorganizar el territorio, de manera que el hombre se apropie del espacio vital que hace a su identidad.
En la segunda parte de su obra (Le Droit à la ville, II - Espace et politique), publicada en 1972, Lefebvre denuncia que la producción del espacio capitalista ha ocasionado «el barrido de la ciudad anterior» para dejar sitio a una nueva condición desde la que contemplamos la hegemonía del ‘valor de cambio’.
Todas las formas de creatividad y espontaneidad -dice Lefebvre- tienden a desvanecerse. La ciudad, que era ‘una obra’ que unificaba lenguajes, códigos y tejidos sociales comunes, se convierte en ‘un producto’: «la comunidad se desvanece, el vecindario se desmorona».
Más allá de esta “sociedad urbanizada” -escribe Laurence Costes (2011)- Lefebvre quiso ver un nuevo horizonte que sería más favorable para la humanidad y cuya aparición solo se daría a través de la realización del “derecho a la ciudad”. Pero la concreción de esta tarea histórica, “crear el urbanismo”, requería que la ciudad se convirtiese en una tarea colectiva y común.
Como acertadamente escribe Manuel Delgado (2013), lo urbano no es para Lefebvre substancia ni ideal: es más bien un espacio-tiempo diferencial en que se despliega o podría desplegarse la radicalidad misma de lo social, su exasperación, puesto que es teatro espontáneo de y para el deseo, temblor permanente, sede de la deserción de las normalidades y del desacato ante las presiones, marco y momento de lo lúdico y lo imprevisible. Todo aquello que en otro momento nos atrevimos a llamar simplemente la vida.
Nos confundimos de Lefebvre
Probablemente sin haber leído una sola línea de Lefebvre, una mayoría de salteños insatisfechos se ha apropiado de sus ideas y, con la escenificación de su rebeldía frente a las imposiciones de las peatonales y de otros espacios, han puesto en marcha, de modo silencioso y si acaso inconsciente, un movimiento de acción política que anima a los ciudadanos a apoderarse de los espacios espacios urbanos, a reconquistar su vida urbana y a recuperar para esos mismos habitantes, como dice Lefebvre, la facultad de participar en la vida de la ciudad.Lamentablemente hay muchos salteños que frente a esta ilusionante perspectiva de recuperar la ciudad para los ciudadanos y para la vida, plantándole cara al urbanismo mercantil, a la especulación y a la corrupción que anida en el poder, han reaccionado envolviéndose en el poncho; es decir, sacando las uñas para defender unas tradiciones y un estilo urbanísticos a los que no habría inconvenientes de considerar valiosos si realmente se consiguieran probar.
Ha habido incluso concejales pertenecientes a la izquierda más dura e intransigente, que en vez de reivindicar a Henri Lefebvre y su Derecho a la Ciudad, se han plegado a las críticas tradicionalistas, pasando así más por «lefebvristas» (partidarios de Marcel Lefebvre, el arzobispo ultramontano) que por «lefebvrianos» (partidarios, de Henri, el filósofo marxista y revolucionario).
De otro modo no se explica por qué motivo nadie en Salta ha reaccionado todavía frente a la aberración institucional que supone que una agrupación tradicionalista de gauchos haya impartido con carácter inapelable la bendición sobre las obras del Monumento, tal como si nuestro sistema democrático atribuyese a los aristocráticos gauchos que integran aquella agrupación el derecho de erigirse en los supremos árbitros de la ciudad (ese «gigantesco laboratorio de la historia», de que hablaba Marx) o alguien les hubiera otorgado el título de elegidos por Dios para repartir bendiciones y anatemas sobre aquello que compete a todos los habitantes de la ciudad.