
Así se desprende de la crónica que publica hoy el diario de mayor circulación en la Provincia, que califica a las nuevas farolas como «un peligro latente para los peatones».
Era suficiente con decir solo «peligro latente», pues como a las peatonales solo pueden acceder los peatones (cosa obvia) y los perros vagabundos (que también se desplazan «en modo peatonal», al decir de la Policía), es difícil que el peligro latente se extienda a los vehículos a motor o a otra clase de semovientes.
La crónica periodística indica que alguien se ha olvidado «en un rincón» el estilo colonial que tanto caracteriza a la ciudad. Y añade que a poco más de 15 días de su habilitación al tránsito de peatones, las farolas de calle Alberdi: (1) están flojas; (2) se balancean y (3) pueden caerse. Casi nada.
Para llegar a esta conclusión científica, la publicación en cuestión razona en torno a que las farolas están sujetas (se supone que al suelo) «con cuatro tornillos relativamente chicos, con sus respectivas tuercas, que se aflojan fácilmente por el paso del tiempo».
Tan pequeños son los tornillos y tan mal apretados están, que a algunas farolas ya les faltan las tuercas. En este país de vivillos y oportunistas, cuando alguien ve una tuerca floja, se acerca y ¡zas! termina de aflojarla y se la lleva para su casa. Algunos ya pueden montar su propia ferretería con la cantidad de tuercas que se han choreado de la peatonal.
Al parecer, el cerebro que diseñó las farolas, no hizo bien el cálculo de la sección apropiada del tornillo y, para ahorrar en gastos, las sujetó al piso con cuatro tornillos de esos que se ponen en la carcasa de la computadora para sostener el disco duro. Ni qué decir del tamaño de las tuercas, tan minúsculo, que apenas si se ven.
Pero lo más sorprendente de todo es que la pequeñez de los tornillos y de las respectivas tuercas provoca su fácil aflojamiento «por el solo transcurso del tiempo». Para qué vamos a pensar que el obrero que colocó las farolas no apretó bien los tornillos. Es mejor pensar que la rotación de la Tierra afecta de un modo perverso a los tornillos pequeños, sobre todo cuando estos han sido colocados en el hemisferio Sur del planeta, en donde, como es archisabido, la radiación electromagnética lateralizante influye de modo inversamente negativo.
Con semejantes condicionantes geofísicos, todavía nadie se atreve explicar por qué las farolas siguen en pie y los transeúntes no han conseguido tumbarlas de un soplido. Por el momento, solo se balancean alegremente con un suave «efecto sauce», oscilando de derecha a izquierda como en una sincronizada coreografía acuática: «igual que baila el mar, con los delfines...» (Sergio Dalma, 1991).
Evidentemente, en Salta ya no quedan de esos faroles recios y viriles debajo de los cuales se daban cita los malevos para dirimir la supremacía barrial y el amor de una percanta a punta de navaja. Hoy nos tenemos que conformar con estas luminarias amaneradas, flojas e inestables, que podrían llegar a electrocutar al malevo y a su percanta con un simple roce en la entrepierna.
¿Qué ha sido de esas farolas enhiestas cuyo mástil se hundía en la virginal tierra gredosa convenientemente envuelto por un picolé de cemento de varios centímetros?
Las nuevas luminarias están lejos de ofrecer seguridad. ¡Qué importa si ofrecen luz! Aquí lo importante es que los tornillos sean grandes y bien visibles, para que la gente se sienta segura e «incluida», porque en la medida que sean grandes los tornillos y más grandes aún las tuercas, el paso del tiempo no los aflojará.
Hay que recordar que cuando Hernando de Lerma (el que introdujo el estilo colonial que tanto amamos) fundó la ciudad, en vez de hacerlo con una espada toledana y un crucifijo sevillano, lo hizo con un gigantesco tornillo, probablemente torneado en Vizcaya, y con una tuerca del tamaño de la nao Santa María, esa que trajo a Colón desde Huelva.
Y si no, que se lo pregunten a don Gustave Eiffel, que al parecer apretó bastante bien los tornillos (y las respectivas tuercas) de la puntiaguda Torre que lleva su nombre, y que después de 125 años sigue adornando -sin balancearse ni despeinarse- una «peatonal», en la orilla izquierda del Sena.