Salta, tan linda que te cagas...

¿Alguien se imagina al Arzobispo de Salta, bajo una lluvia de pétalos de rosa, diciendo a cientos de miles de feligreses reunidos en el Monumento 20 de Febrero que los salteños «nos cagamos de fe» en el Señor del Milagro?

¿Sería admisible que la Corte de Justicia dijera en una sentencia que el Concejo Deliberante de Colonia Santa Rosa «se ha cagado en la Constitución provincial»?

¿Qué tal si la Legislatura sancionase un proyecto de declaración por el que «se caga en la puta madre de la señora Margaret Thatcher»?

Es obvio que la vulgaridad está al alcance de cualquiera, sin importar su educación, su cultura y su condición social. Pero así como el Estado tiene sus formas, sus protocolos y sus convenciones, las personas que ejercen responsabilidades políticas no pueden darse el lujo de decir vulgaridades según se lo pida el cuerpo. Algún respeto tienen que tener por lo que representan.

Ni el Arzobispo, ni los jueces de la Corte ni los diputados harían semejante cosa. ¿Por qué entonces debemos permitírselo al Gobernador de la Provincia? ¿Tiene él alguna licencia o dispensa especial para decir palabrotas? ¿Tienen los ciudadanos la obligación de escuchárselas decir sin reaccionar?

La grosería no es un sucedáneo de la campechanía. La tosquedad es el precio que deben pagar aquellos que quieren aparentar ser populares cuando realmente no lo son. A veces es innecesario condenar las expresiones zafias y groseras de una persona, porque desde la estética ya están condenadas de antemano.

Nos caguemos en todo lo cagable

Con todo, lo peor no es decir o reconocer que en Salta la gente se caga de hambre. La condena estética recae sobre la primera parte de la frase, aquella que dice que Salta es lindísima.

Puestos a ser sinceros -y nada grosero- habría que empezar por reconocer que Salta no es tan bella como la pintan. Que sus bellezas están bien justitas (unos cuantos cerros, unos cuantos edificios alrededor de unas pocas manzanas, y poco más). Que así como hay amplios bolsones de pobreza y de hambre hay pueblos y rincones realmente horribles, lugares insalubres, inhóspitos y naturaleza degradada por doquier.

Si nacemos, vivimos y morimos pensando que Salta es un vergel babilónico, una exuberante maravilla visual que nos provoca cuanto menos un síndrome de Stendhal, jamás haremos nada por mejorar nuestro entorno y por quitar la enorme cantidad de porquería que nos rodea.

Aprendamos, por una vez, a «cagarnos» en nuestras falsas bellezas.