
Se trata de un fenómeno que viene de la mano de la degradación de la política, un proceso iniciado en 1983 y que ha permitido a lo largo de las pasadas décadas conectar la idea de democracia con la de la facilitación del acceso de los más mediocres a los principales cargos públicos.
Pero si este fenómeno puede considerarse una evolución «natural» de la democracia -una democratización que cuestiona el presunto elitismo de la meritocracia- lo que ya no es tan natural es que los que se exhiben en el veleidoso escaparate público salteño sean, por lo general, personas (hombres y mujeres) de piel muy fina, incapaces de soportar el rigor de la exposición política y mediática.
Casi ninguno de ellos (y, especialmente, ninguna) parece ser lo suficientemente fuerte para soportar las críticas; del tenor que sean: desde las más suaves a las más agresivas. Les enloquece ejercer el poder, pero son incapaces de aceptar todas sus consecuencias; especialmente las que se derivan del ejercicio de las libertades democráticas de los demás.
Después de las elecciones celebradas ayer, ha llegado el tiempo de denunciar a quienes en Salta se ofenden por todo, porque la multiplicación de sus comportamientos victimistas lo único que consigue es hacer que vivamos en una sociedad cada vez más débil.
En la Salta que vivimos estos días es muy difícil emitir una opinión sin que alguno o alguna se sienta ofendido u ofendida. La misma sociedad que hace varias décadas vio brillar a personajes como el Cuchi Leguizamón, Ucururo Villegas o Francisco Álvarez, auténticos maestros de la acidez y el sarcasmo, ha llegado a evolucionar hasta el extremo que una persona cualquiera tiene que pensar varias veces lo que le va a decir a otra, para evitar «ofenderla».
La política de los ofendidos por todo no solo nos ha hecho menos receptivos al humor y al sarcasmo, sino que ha hecho también a muchas personas infelices. Y de infelices está llena la plaza pública de Salta en estos momentos.
Los infelices de Salta amenazan también con colapsar los juzgados con querellas por calumnias y demandas de responsabilidad civil contra presuntos difamadores, que muchas veces no son nada más que apacibles comentadores de la realidad cotidiana.
Cuando, por un quítame allá esas pajas (es decir, por nada), denunciamos a alguien y lo acusamos de haber incurrido en discriminación, misoginia o racismo, no estamos haciendo mejor cosa que rebajar la eficacia de los remedios legales pensados para proteger a quienes de verdad sufren estos comportamientos inaceptables. Por cada denuncia por difamación, por cada querella por injurias, por cada ofensa personal que se pretende hacer pasar por un crimen contra la humanidad, la protección al derecho fundamental al honor decrece en vez de verse fortalecida. Por cada denuncia infundada de misoginia, los verdaderos enemigos de las mujeres hacen una fiesta, pues ven en la generalización de las denuncias un síntoma inequívoco de la debilidad femenina, que es precisamente lo que buscan.
En la política de Salta, los que se sienten «odiados» conforman una sólida mayoría. Autoproclamarse blanco del odio de los demás es una forma de victimización de las más viles que se conocen; sobre todo cuando esas personas no experimentan un rechazo real como personas, sino que simplemente se enteran de que hay otros que están disconformes con los juicios públicos que emiten o con las decisiones públicas que adoptan desde los cargos que ocupan.
La generación de cristal que ha desembarcado en la política lugareña reacciona a la más mínima porque es plenamente consciente de su inferioridad. Cuando alguien no tiene un buen nivel de autoestima o una idea fuerte de su propia capacidad, además de ser infeliz, lo más probable es que se sienta ofendido por todo. Es como si todos los demás estuvieran constantemente recordándole su inferioridad.
Si nuestro objetivo es conseguir forjar una sociedad más fuerte, capaz de enfrentarse a los desafíos más exigentes, debemos empezar por desalojar del poder a la generación de cristal, para restaurar la crítica como instrumento de convivencia y progreso y dejar que las personas resuelvan sus diferencias sin refugiarse en los tribunales de justicia o cobijarse bajo ciertos mantos «identitarios».
No debemos olvidar que la libertad consiste, entre otras cosas, en vivir sin miedo. Por tanto, si lo que intentan los débiles (y miedosos) es infundir miedo a los que hablan y se expresan, ninguno de los dos grupos será capaz de alcanzar la libertad en plenitud, que es el principal objetivo de nuestra convivencia política.
Ver ofensas en casi todo lo que se mueve es la mejor forma de anestesiar a la sociedad frente al sufrimiento que provocan las ofensas graves, como la pobreza o la corrupción política, que requieren para su combate una sociedad fuerte, compuesta por individuos felices y no por sujetos débiles, temerosos y amargados.