
Antes de echar un vistazo a esta foto, conviene recordar que estamos en un concurso público del gobierno provincial y que el jurado está integrado, entre otros, por la mismísima Secretaria de Cultura, señora Sabrina Sansone.
Es bastante sabido que la señora Sansone no es precisamente una abanderada del buen gusto cultural, en ninguno de los sentidos, pero el hecho de haber tolerado que se la fotografiara en una mesa de estas características le ha hecho cruzar la peligrosa línea que separa la cultura de la vulgaridad.
Para empezar, en la mesa del jurado hay más bebidas, comidas, recipiente y accesorios, que elementos de trabajo.
A diferencia de los jueces olímpicos, que están equipados de sofisticados (aunque pequeños) equipos informáticos, lo que abunda en la mesa del tribunal juzgador de la Secretaría de Cultura son termos, mates y facturas. Quitando los teléfonos móviles, no hay ninguna computadora o tablet capaz de llevar el tracking de la performance de los candidatos a director artístico.
Si los Juegos Olímpicos se realizaran en Salta, es muy probable que en la mesa de los jurados de gimnasia artística haya más sandwiches imperiales y empanadas que iPads y monitores de televisión.
En una mesa en la que solo ha faltado el choripán, se pueden ver hasta tres variedades diferentes de vasos y tazas, un mate, dos termos, una botella de PET, un servilletero, un plato de galletas rellenas, otro de facturas, dos dispensadores de alcohol en gel (que se sospecha que fueron ingeridos por vía oral), y varios sobrecitos de azúcar. No es posible imaginar qué objetos adornarían la misma mesa si en vez de elegir a un bailarín folklórico se tratara de un concurso para seleccionar al director general de «cumbia villera».
Aunque la cultura poco tiene que ver con la alimentación saludable, no se explica muy bien que en un concurso de bailarines se haga ostentación del poder energético de los hidratos de carbono en desmedro de la austeridad republicana.
En un concurso de estas características, los que gastan energía son los concursantes. Los jurados permanecen sentados sin hacer demasiados movimientos, de modo que el desparramo de snacks solo puede ser producto de un capricho o de la glotonería de los funcionarios. No hay otra explicación.
Dicho en términos un poco más llanos, que mejor gusto escénico se ha visto en algunos concursos de empanaderas en los barrios periféricos, que en este del ballet folklórico, en pleno centro de la ciudad de Salta y en una de sus salas más elegantes.
Al cambio, es como si los jueces que selecciona el Consejo de la Magistratura de Salta fueran citados a la entrevista personal en una mesa en la que los consejeros y las consejeras (incluyendo a las que han renegado de sus principios por un sueldo) se deleitaran haciendo circular platos de polenta y sandwiches de mortadela.
Que la cultura de Salta estaba de capa caída era un secreto a voces, desde que la señora Sansone decidió despedir por su cuenta a varios bailarines y bailarinas del otro ballet (del clásico). Lo que no se sabía es que se había rozado un preocupante límite en materia de deterioro estético.