
Oponerse sin sobreactuaciones innecesarias a la sinrazón de los gauchos más fanáticos es muy fácil. En cualquier sociedad medianamente civilizada sería suficiente recordar y afirmar el carácter obligatorio de las leyes y de las normas de inferior rango que han sido sancionadas por la autoridad legítima para dejar en fuera de juego al arrebato patriótico del gauchaje orgánico.
Pero Salta es, como casi todo el mundo sabe, un territorio en donde reina la anomia y en el que -con la complicidad de los jueces y demás magistrados- la legalidad objetiva suele ser objeto de manipulaciones y acomodos varios a los deseos particulares de unos y de otros.
Es por esta razón, quizá, que a la hora de repudiar (como se dice en Salta) el abuso dialéctico de los gauchos de escritorio, se han esgrimido otras razones muy diferentes a la supremacía del Estado de Derecho. Entre ellas destaca aquella que indaga en «lo que hubiera querido Güemes», tal como si el general siguiera «rigiendo los destinos de su pueblo», dos siglos después de que se apagara su vida en Las Higuerillas.
De repente han surgido en Salta una apreciable cantidad de albaceas de la voluntad de ultratumba del general gaucho. Oráculos que no solo interpretan lo que habrían sido sus deseos actuales si viviera, sino que también le confeccionan a medida un traje para presentarnos al personaje histórico como lo que dudosamente fue en la época que le tocó vivir: «un apóstol de la paz, un campeón de la democracia y un tenaz defensor de los Derechos Humanos».
Probablemente, el argumento más increíble de todos es el que nos dice que «Güemes nunca pondría en peligro la vida de los salteños».
Increíble decimos porque el «trabajo» del general Güemes (un militar con mando de tropa en tiempos de guerra) consistía precisamente en poner (razonablemente) en peligro la vida de sus soldados. Sin arriesgar la vida de los suyos en alguna medida, es sumamente dudoso que Güemes hubiera podido atajar cinco invasiones realistas.
Desde el punto de vista lógico es bastante improbable que el barbudo general arengara a sus intrépidos gauchos diciéndoles «acérquense silenciosamente al enemigo godo y cuando estén a punto de atravesar su garganta con el cuchillo, para evitar que el godo se revuelva y los mate, en vez de degollarlo, háganle una caricia en la coronilla».
Ver en Güemes a un exótico John Lennon convencido de la inutilidad total de la guerra (y a Macacha convertida en su particular Yoko Ono) no solo es un error histórico: es también una deformación interesada de las circunstancias personales y políticas de nuestro querido general.
Si doscientos años después de su muerte lo estamos colocando en los altares más altos de entre todos los conocidos no es porque Güemes haya sido precisamente un partidario acérrimo del orden y la paz, como quieren hacernos creer ahora estos contragauchos opuestos (de boquilla) al oficialismo sedicioso de la Agrupación Tradicionalista.
Güemes era, sin dudas, un general revolucionario, bastante poco obediente de los dictados «políticamente correctos», como lo demuestra, entre otros sucesos, su archiconocido enfrentamiento con el general Rondeau y con el Directorio.
Revolucionario, rebelde, inconformista, inclasificable, iconoclasta, pero no estúpido. Esta última cualidad, que exhiben orgullosos aquellos epígonos suyos que abogan por desfilar el 17, se debe seguramente a una mutación genética que el general, ya fuera de este mundo, ha sido incapaz de controlar.
La democracia, tal cual la conocemos ahora, no existía en la época en que vivió Güemes. Tampoco existían el sufragio universal o la división de poderes. La Declaración Universal de los Derechos Humanos no se produciría sino 127 años después de la muerte de nuestro jefe gaucho. El contexto social e histórico en el que se desenvolvió su vida política era completamente diferente al que ahora conocemos. Y eso, sin hablar de la cuestión sanitaria.
Por eso, pensar o decir que ese Güemes tan buenito, tan limpito y tan sabio, no hubiera «visto con agrado» que se le homenajeara desafiando la seguridad sanitaria, es una forma igualmente perversa de practicar el patriotismo, que no se debería tolerar; igual que no toleramos el exceso verbal de un gaucho que se cree el dueño del mundo.