Un juicio con 100 testigos solo puede ser el resultado de una pobre instrucción

  • Una cantidad cercana al centenar de testigos para -supuestamente- acreditar responsabilides muy periféricas en un hecho criminal no debidamente esclarecido, solo pone de manifiesto el fracaso de la investigación penal oficial.
  • Para ocultar el fracaso fiscal

Como no ocurre en casi ninguna parte del mundo, los juicios orales en materia penal que se celebran en Salta concitan la atención del gran público, porque de algún modo se espera que durante su celebración se terminen de esclarecer los hechos más oscuros.


Si algo como esto sucede -es decir, si se debe esperar al juicio plenario para conocer la verdad y la autoría de los crímenes- es porque las autoridades que han llevado a cabo la primera fase del proceso -la instrucción- han fracasado estrepitosamente en su tarea.

Para juzgar la posible participación secundaria en un asesinato de un supuesto «campana» y el encubrimiento posterior de un asesinato cuyo autor o autores jamás han sido inquietados por la autoridad, no es necesario ni recomendable recabar el testimonio de cien personas.

La acumulación de declaraciones testificales, más que arrojar luz sobre los hechos, asegura que la verdad no sea conocida jamás, puesto que con el aumento del número de testigos se incrementa de forma significativa la posibilidad de que existan declaraciones contradictorias sobre unos mismos hechos.

Si el acusador público necesita echar mano de una cantidad semejante de testigos es porque no ha podido (o no ha querido) obtener en su momento pruebas científicas incontestables que corroboren sus hipótesis criminales y que puedan ser reproducidas durante el juicio.

La prueba de testigos, especialmente en el procedimiento penal, es sin dudas la más débil de todas las admisibles en derecho; una debilidad que es más acusada en casos como el que se juzga hoy en Salta, en el que la inmensa mayoría de los llamados a declarar son simplemente testigos de referencia (es decir, que ninguno ha visto, percibido o sabido por conocimiento propio los hechos imputados) y no existen pruebas directas.

Huelga decir que los testigos de referencia no son prueba suficiente para desvirtuar la presunción de inocencia del acusado.

El valor de los testigos de referencia no supera el valor de la mera prueba complementaria que tiene por objeto reforzar lo acreditado mediante otros elementos probatorios. En algunos casos tiene el valor de prueba subsidiaria, para ser considerada solamente cuando es imposible acudir al testigo directo, porque se desconozca su identidad, haya fallecido o por cualquier otra circunstancia que haga imposible su declaración testifical. Pero no cuando la ausencia del testigo directo obedece a que el instructor o el acusador público no han hecho el esfuerzo de buscarlo.

Tenemos, todos en general, una idea bastante distorsionada de la utilidad y finalidades del juicio oral. Muchos piensan que durante su celebración es el acusado (o sus abogados) quien tiene que brillar en el ejercicio del derecho de defensa, pero la carga de la prueba pesa sobre los fiscales (en su caso, también sobre los acusadores particulares), que son los que tienen que acreditar que el acusado es culpable (destruir su presunción de inocencia) y hacerlo de una manera que excluya cualquier tipo de duda. Cien testigos -un número que expresa con elocuencia las tribulaciones y titubeos de los fiscales- solo pueden confundir al tribunal y hacerlos caer en la duda.

En un país medianamente civilizado, cualquier fiscal habría desistido de hacer testificar en el juicio a un albañil incontinente que creyó escuchar ruidos cuyo origen no puede precisar y que creyó ver sombras que ha podido identificar. Si la seriedad de los 99 testigos restantes es de un nivel similar, todo el juicio no es nada más que una forma solemne de perder el tiempo y de gastar sin razón que lo justifique los recursos de los contribuyentes.

Un juicio penal, cualquiera sea la transcendencia social del hecho enjuiciado, no es un espectáculo ni puede ser narrado en los medios de comunicación como una telenovela. Quienes se sienten inclinado a ello han visto demasiadas series de televisión. Al juicio plenario se llega con certezas mínimas acerca de la participación de alguien en un hecho delictivo y no con las manos vacías, tal como se está haciendo hoy en Salta.

En una sociedad democrática y apegada a la ley, no es posible ni deseable que esta falta de rigor acusatorio sirva para que los espectadores del juicio dejen volar su imaginación, elaboren sus propias hipótesis a partir de habladurías y dediquen su tiempo libre a llenar con fantasías los huecos dejados por la fracasada racionalidad fiscal.

O aparecen pruebas serias e indubitables sobre la participación criminal de alguien o la única salida posible es la absolución.