
La tarde del 26 de febrero de 1993 el señor Moro Benito salió de su despacho, ubicado en la Plaza de la Santa, junto a la iglesia y convento de Santa Teresa de Jesús. Tenía su coche estacionado a pocos metros de allí, en la calle Madre Soledad, muy cerca de la Delegación de Hacienda.
Cuando se disponía a entrar en su coche, en otro vehículo se le acercó un hombre armado con una escopeta de 12 milímetros y le disparó a la cabeza. El juez Moro Benito, de 40 años, murió en el acto.
El que acabó con su vida fue un jubilado palentino de 61 años, propietario de unos clubes de alterne, que cuando fue detenido dijo a la Policía que Moro Benito «le había arruinado la vida», al privarle -supuestamente- de la propiedad de unos inmuebles.
El fallecido, nativo de la provincia de Salamanca, había sido Magistrado Juez de lo Social (la jurisdicción del trabajo) en Palencia y desde hacía poco tiempo era juez en Ávila.
Al día siguiente, los jueces, los abogados, los graduados sociales, los funcionarios de los juzgados y un número importante de ciudadanos abulenses de a pie nos reunimos en el lugar del trágico suceso para rendirle homenaje y denunciar la barbarie de su asesinato.
A diferencia de otros jueces (como por ejemplo los de la Audiencia Nacional), el señor Moro Benito no tenía escolta y no había pedido ninguna protección personal especial. Ni a la Policía, ni a los fiscales ni a sus compañeros jueces. Moro Benito era, como muchos otros magistrados que he conocido en los últimos 35 años, un juez valiente, tenaz, trabajador y para nada temerario.
Lo cierto es que, aunque se hubiera blindado personalmente, cualquier medida de protección habría resultado insuficiente frente a semejante determinación criminal.
Con este ejemplo histórico que -repito- he vivido en persona, sin que nadie me lo cuente, más que destacar la valentía de quienes todos los días se arriesgan a ser malinterpretados por los justiciables, pretendo poner de relieve que cuando alguien, por venganza, resentimiento, odio o insatisfacción se propone hacerle algún daño personal a los magistrados, no anda anunciándolo en las redes sociales ni esparciendo amenazas que puedan dejar al descubierto sus propósitos criminales.
Aunque el juez Moro Benito hubiese cometido la peor de las injusticias, nada justificaba entonces ni justifica ahora que alguien acabara con su vida disparándole en la cabeza en plena calle.
Hoy, 28 años después, vuelvo a ser testigo -esta vez, a la distancia- de un hecho histórico, pero por motivos quizá diametralmente opuestos: unos jueces y unos fiscales de Salta han aceptado de buen grado que el Procurador General de la Provincia, cual moderno Tata Miguel, haya decidido «protegerlos» con una medida cautelar diseñada casi exclusivamente para brindar protección a mujeres indefensas que temen ser asesinadas.
Es bastante difícil -al menos lo es para mí- entender que unos señores y unas señoras que todos los días sacan a relucir su carácter y su determinación en asuntos bastante peliagudos, y que tienen acceso a la protección policial directa sin ninguna necesidad de acudir a medidas judiciales, decidan acurrucarse como michis asustados y protegerse cual si fuesen mujeres indefensas. Poco faltó para que estas personas se fuesen a refugiar a una casa de acogida.
Si ya era poco el respeto que se les tenía por su pobre forma de hacer, esta medida ha provocado que ese respeto -que es fundamental para el adecuado funcionamiento de las instituciones- se haya prácticamente evaporado.
Es decir que quienes con su conducta han atacado y rebajado la eficacia de la instituciones no son los supuestos amenazadores sino los supuestos amenazados, porque a ellos corresponde mantener la cabeza erguida y no meterla en un agujero cuando pintan bastos.
El efecto Barbra Streisand
No soy usuario frecuente de las redes sociales, pero hoy puedo decir con un alto grado de convicción que cuando los hermanos Peñalva se prodigaban en escraches, su audiencia en las redes sociales era importante, pero no tanto como lo es ahora, cuando la decisión de la jueza Ada Guillermina Zunino, prolijamente esculpida por el procurador Abel Cornejo les ha conferido al padre y a la tía de la fallecida Luján Peñalva una visibilidad casi universal y una popularidad sencillamente increíble.El tiro les ha salido, sin dudas, por la culata, pues los «escraches» en las redes sociales -que se han multiplicado exponencialmente- ya no provienen de los Peñalva sino de decenas de miles de personas que, con epítetos mucho más fuertes, se manifiestan -y con razón- indignadas por lo que han hecho Cornejo, Zunino, Molinati (y presuntamente también Ramos Ossorio, Rivero, Sodero, Pérez, Arancibia y Mukdsi).
A mi juicio, a los fiscales les han dado a probar de su propio brebaje, pues si ellos atacan extraprocesalmente la presunción de inocencia casi a diario, las víctimas de los delitos graves se sienten igualmente legitimadas para actuar por fuera del proceso formal y para hacer valer sus argumentos en las redes sociales, o aun ante expertos criminólogos extranjeros, como han hecho los Peñalva. Se trata, en cualquier caso, de una devolución de gentilezas.
Pocas veces antes en la historia de Salta se han visto tal cantidad de reacciones (personales e institucionales) en contra de una medida cautelar abusiva, que no solo desafía la razón jurídica sino que sustrae efectividad a las medidas del mismo tipo que son dictadas a favor de personas que realmente necesitan esa protección. El ataque a la instituciones consumado por esta camarilla de magistrados es, pues, incalificable.
Mientras no rectifiquen y restituyan a la familia Peñalva la plenitud del ejercicio de sus libertades cívicas, la justicia de Salta seguirá en la mira de quienes cuestionan su eficacia, su transparencia y su honradez. Sus principales responsables seguirán siendo enjuiciados sin piedad en las redes sociales, sin que para defenderse sea ya suficiente la angustiada y cada vez más mortificada pluma del Procurador General (que reparte su tiempo entre el despacho de sus asuntos fiscales y la intoxicación programada de los medios de comunicación digitales) y las publicaciones venales y mentirosas del sitio web de los fiscales penales de Salta, cada vez más pobres y cada vez menos creíbles.
Proferir amenazas y sentirse amenazado son cosas muy diferentes. Cuando alguien, cualquiera, se siente amenazado, nuestro sistema jurídico prevé que sea un juez imparcial el que juzgue y decida si esa sensación de amenaza se corresponde con la existencia efectiva de amenazas proferidas por alguien. Lo que no puede ser -y en el mundo no sucede nada parecido- es que se sientan amenzados (sin que nadie haya proferido amenazas contra ellos) los mismos que tienen que juzgar de forma imparcial y objetiva la existencia de tales amenazas, y que, además, utilicen el Código Penal para protegerse a sí mismos.
Como dicen los angloparlantes «you can't have your cake and eat it too!».