
Hace casi nueve años, al señor Peñalva le mataron a su hija de 19 años. ¿Hay que agregar algo más?
Pues parece que a algunos no les basta esta trágica circunstancia para respetar a quienes llevan el dolor atravesado en sus carnes y que no podrán vivir tranquilos el resto de sus vidas.
A pesar del largo tiempo transcurrido y de los más que consistentes indicios de criminalidad, la Justicia de Salta aún no se ha dignado en esclarecer los hechos.
Desde entonces, Peñalva protesta de viva voz contra aquellos que, considera, no han cumplido con su deber de investigar, contra los que -a su juicio, intencionadamente- han desviado el rumbo de la investigación, contra los que les han hecho promesas populistas que no han cumplido, contra los que ocultan información clave para resolver el caso, contra los que considera responsables directos -y todavía impunes- de la muerte de su hija y contra todo un sistema que se ufana de proteger los derechos humanos al máximo nivel, pero que entre la ineficiencia, la vanidad y la mala intención, pisotean todos los días los derechos más fundamentales de la tristemente fallecida Luján Peñalva y los de sus familiares vivos.
Las víctimas de aquellos años desgraciados merecen sin dudas un tratamiento especial por parte de los poderes públicos y de los medios de comunicación. Pero debemos preguntarnos por qué Gustavo Peñalva, su dolor y el de su familia, no merecen el mismo respeto y la misma justicia.
Como a muchos de los desaparecidos en los llamados años de plomo el cuerpo sin vida de Luján Peñalva fue hallado cerca de una zanja con signos de violencia. ¿Es que acaso es moralmente más reprochable la violencia cuando la ejerce una fuerza paramilitar que cuando proviene de un sujeto que no viste uniforme?
¿El dolor del padre o de la madre de una persona asesinada por la dictadura militar es más intenso o más respetable que el de un padre que se desvela todas las noches esperando que vuelva a casa una hija que jamás regresará? ¿En nombre de qué hacemos estas diferencias tan dolorosas?
¿Tendría que haberse colgado la infortunada Luján Peñalva un cartel de «joven idealista» para infundir más respeto entre quienes tienen la obligación de esclarecer las circunstancia de su muerte?
Cientos de mujeres desafiaron a la dictadura militar marchando frente a la Casa Rosada durante los años más duros de la represión. Todas exigían la aparición con vida de sus hijos, de sus sobrinos, de sus nueras, de sus yernos, de los nietos a los que no conocieron. ¿Alguna de ellas fue procesada por el delito de amenazas, como están a punto de hacer los fiscales penales de Salta con Gustavo Peñalva?
A los dictadores de entonces, soberbios e intolerantes como eran, parece que no les molestaba tanto las protestas de las Madres alrededor de la Plaza de Mayo como le molesta ahora a ciertos jueces y fiscales la protesta del señor Peñalva y de su hermana frente a la Ciudad Judicial. Han pasado más de cuarenta años desde aquellas marchas de las admirables mujeres del pañuelo blanco, pero en la Salta del siglo XXI la soberbia y la intolerencia de los dictadores de antaño siguen vivas en el corazón de un puñado de impotentes, herederos directos de quienes nos arrebataron las libertades hace casi cinco décadas.
Si alguien acierta a establecer las diferencias morales entre un crimen salvaje cometido por razones ideológicas y otro, igualmente salvaje, cometido por razones diferentes, sería bueno que esa persona levantara la voz y dijera claramente que solo los primeros merecen una congoja generalizada. Y que nos dijera por qué.
Una de las características fundamentales de los derechos humanos es su universalidad. Esto significa que todo aquel que tenga apariencia humana nace y muere con un conjunto de derechos que nadie, bajo ninguna circunstancia, puede desconocer o violar. Los derechos humanos son para todos, y no como decía el general Videla «para los humanos derechos». Somos y demostramos ser más civilizados cuando, aun frente a la repugnancia de un crimen, nos esmeramos en respetar los derechos humanos de los «humanos torcidos». Es eso lo que nos hace fuertes y dignos.
¿Por qué entonces en Salta los derechos humanos son para aquellos que el gobierno mantiene en un pedestal y se niegan los mismos derechos a quienes no sintonizan la misma onda del gobierno?
Dicho todo lo anterior, corresponde preguntarse: ¿Por qué las organizaciones que defienden los derechos humanos en Salta y los grandes teóricos que de vez en cuando imparten cátedra sobre la materia en los diarios financiados por el gobierno toleran que a Gustavo Peñalva se lo acuse de proferir amenazas cuando solo busca el esclarecimiento del crimen de su hija?
¿Por qué en Salta hay un dolor A y un dolor B? ¿Qué es lo que moralmente justifica esta cruel diferencia?
A un padre que lucha por la memoria de su hija, aunque lo haga en los límites mismos de lo jurídicamente admisible, se lo debe respetar, pues su pérdida es irreparable y ninguno de los que tienen que soportar sus críticas (o incluso sus ataques) puede imaginarse lo que es experimentar un dolor semejante. Respeto a su dolor, pero también respeto a sus derechos. Eso es lo que tenemos que hacer los salteños.
Después de lo que ha pasado en las últimas tres semanas, no es el señor Peñalva el que tiene que demostrar su valentía. Ya la ha demostrado y lo ha hecho sobradamente. Son pocos los que dudan de ella.
Quienes tienen que demostrar que son valientes -y al mismo tiempo honrados y respetuosos de la ley- son los que se han hecho proteger por una medida cautelar que ha convertido a Salta en el laughing stock (el hazmerreír) de la comunidad jurídica internacional.
Probablemente no haya mayor manifestación de cobardía y desprecio por los derechos fundamentales de los ciudadanos (y de las víctimas de delitos graves) que una medida tan indigna y repugnante como esa, sostenida con argumentos vulgares, con pruebas oportunistas y mal interpretadas, y alimentada por la vil serpiente del autoritarismo, del mismo autoritarismo que propició el inmoral baño de sangre entre 1976 y 1983, porque entre uno y otro no hay diferencias ontológicas o éticas.