
Quizá lo más llamativo de esta apreciación es que se hizo pública al poco tiempo de que el famoso preso Chirete Herrera -que ya había matado a otra mujer dentro de la cárcel- apuñalara mortalmente en el interior de su celda a una adolescente que había ido a visitarlo.
Los jueces de la Corte de Justicia de Salta -encorbatados, como corresponde a su alta dignidad- suelen visitar las cárceles provinciales para comprobar «cómo funcionan» por dentro.
Da gusto verlos -incluso debajo de las mascarillas- con una sonrisa que les ilumina el rostro, poco después de entrar en contacto con lo peor de la condición humana y poco antes de declarar a la prensa que esos auténticos vertederos humanos que acaban de visitar (canchones municipales de ganado en pie, en realidad) son lugares estupendos, casi paradisiacos, que, en el corazón de una de las provincias más pobres del país, cumplen a rajatabla con los estándares de las mejores prisiones noruegas.
No me caben dudas de que en Salta hay gente a la que le encanta ver las cárceles a rebosar. Para estas personas, la superpoblación carcelaria no debe alertarnos de ningún modo sobre el fracaso social a la hora de prevenir el delito, sino más bien hacer que nos regocijemos por nuestra capacidad de crear «comunidades organizadas» numerosas y variopintas en donde los presos y presas organizan procesiones y via crucis, e incluso juegan al fútbol y al rugby.
Dentro de poco, los políticos dejarán de hacer campaña proselitista en los barrios para hacerla en las cárceles, pues la población de estas (y su potencial electoral) es ya superior a la de muchos barrios.
En Salta, no hay problema social que no se solucione con la cárcel. El Derecho Penal y la persecución fiscal han sustituido a las plañideras homilías arzobispales en las que antaño se solía reclamar un comportamiento moral a los antisociales. Hoy, el tridente ofensivo que forman la Policía, los fiscales penales y la prisión preventiva ha tomado en Salta el relevo de la Santísima Trinidad.
En estos días se han oído enardecidas peticiones para que los conductores que circulan con una tasa de alcohol en sangre superior a la permitida y que reinciden en su comportamiento sean encarcelados. El razonamiento es muy sencillo: Si no aprenden con las multas y con los sermones que -incluso civiles- les hacen escuchar a pie de ruta, tendrán forzosamente que aprender a comportarse en la cárcel, a la que ingresarán previo el cumplimiento del requisito de la sodomía reglamentaria.
No quiero ni imaginarme en qué estado de pureza moral habrá de salir de la cárcel un conductor reincidente. Me imagino a los reclusos por delitos de alcoholemia postrándose de rodillas ante los jueces de la Corte de Justicia que cada tanto van a visitarlos y agradeciéndoles que los hayan metido en el trullo con palabras tan sentidas como estas:
«Aquí en Villa Las Rosas he aprendido a comportarme como corresponde, señorías. Verán ustedes: en las duchas compartimos jeringuillas, fabricamos armas caseras en los talleres, montamos fiestas sexuales con los guardiacárceles, nos pasamos 'blanca' de la máxima pureza, fumamos porros a pata suelta, nos hinchamos a cerveza, planificamos atracos con celulares robados, guardamos guita en los colchones, aguaicamos a los presos que no nos hacen caso, pero eso de conducir ebrios, nunca más. ¡Se lo juro!».