
Son, por orden de importancia, (1) el sorprendente discurso del Arzobispo de Salta, que cansado ya de los ataques dirigidos a sus subordinados sacerdotes y también harto de los grupos que reivindican derechos contra la Iglesia, ha llamado a los colectivos a que «se dejen de joder»; y (2) la ruidosa polémica por el creciente precio de los huevos de Pascua en la ciudad.
A los salteños de cierta edad les cuesta imaginar a obispos cultos de la talla de Lira, Tavella o Vergara utilizando en sus homilías el verbo «joder», pero es que ninguno de aquellos insignes sacerdotes estuvieron o se sintieron nunca derrotados por la agitación del tiempo que les tocó vivir tanto como el actual Arzobispo, que con su última delicadeza verbal confirma que la Iglesia que él dirige ya no es el faro que ilumina las buenas costumbres de la muy noble y muy piadosa ciudad de Lerma.
La Iglesia ya venía «chuequeando» desde hace algún tiempo; por ejemplo con el desparpajo político del cura Crespo, que si lo dejaban progresar habría dejado al Che Guevara a la altura de un líder de barrio. También con el descenso a los infiernos de los sacerdotes acusados de pederastia, para no contar con la poca finura del curita español que ejerce de juez eclesiástico y que pasará a la historia de la pequeña Salta como el hombre que cajoneó los expedientes penales e impidió a las apóstatas del pañuelo verde ejercer sus derechos.
Al lado de este fenómeno especialmente dañino para la Iglesia, se produjo en Salta otro suceso, que no encuentra explicación más que en el contexto de una dura campaña contra el presidente Macri y sus políticas económicas.
Ayudados por las soflamas emitidas por un conocido diario de Salta, algunos ciudadanos pusieron el grito en el cielo por el aumento del precio de los huevos de Pascua, como si se tratara de un alimento de consumo esencial o ineludible en estas fechas.
Es comprensible que si el Arzobispo en persona dejó de lado la espiritualidad de la Semana Santa cristiana para penetrar en los sótanos del idioma, la gente común haya pensado que más importante que el sacrificio, el ayuno y la penitencia es llenarse de huevos de Pascua, como si esta golosina fuese el verdadero camino hacia la resurrección de Jesucristo.
Dejando a un lado que la tradición de los huevos de Pascua nació en el hemisferio norte, por razones climáticas primero y religiosas después, mucha gente olvida que en Salta el menú de la Semana Santa -el más al alcance de los bolsillos- ha tenido siempre un único e indiscutido rey: el choclo.
Los chocleros siempre han rebajado los precios de su producto en Semana Santa, porque ya casi están al final de la temporada y si no se vende el género en estos días, la estación seca pinta dura para ellos.
Pero el huevo de Pascua, que decora mucho y alimenta poco (sin contar que para el alma virtualmente no representa nada) no es la esencia de la Semana Santa, como tampoco lo son el panettone o la sidra en Navidad. Si no se puede comprar estas cosas, o mejor aún, si se puede prescindir de ellas para vivir las festividades religiosas como mandan los cánones, pues mucho mejor.
En realidad, el Arzobispo, en lugar de pedirle a los colectivos que se dejen de joder, debería haber pedido a la feligresía que se deje de hinchar los huevos. Si lo hubiera hecho, nadie habría notado ya la degradación de su lenguaje. Los huevos no pueden estar por encima del alma, lo mismo que los colectivos no pueden estar por encima del interés de la Iglesia de seguir controlando todos los resortes del comportamiento humano.
Muchas personas, sin huevos, han tenido éxito al atravesar esta Semana Santa, porque han puesto lo importante por delante. Los otros, los que han salido alocadamente a pagar por unos huevos chinos lo que no valen, han dejado jirones de su alma por el camino. Todo porque el diario los convocó a una cruzada contra la inflación del chocolate, como si ese producto fuese tan importante para la economía familiar como el pan o la nafta.
Pero, entre una cosa y la otra, la Semana Santa salteña ha servido para que muchos fieles, hasta aquí, hayan caminado por los caminos de su perdición, olvidados de su Dios y Señor. Es decir, la Semana Santa se ha convertido en un cursillo preparatorio para la auténtica renovación de la Fe, que ocurre en septiembre. Será el mes de los naranjos en flor cuando comenzará a reinar en los corazones de los infieles vernáculos el maternal amor de la sagrada Madre de Cristo, para que aquellos puedan corresponder, amantes y agradecidos, a las obligaciones de hijos de tal Madre.
Hasta entonces, podemos joder todo lo que nos plazca. Cuando, de la mano del mismo Arzobispo malhablado renovemos el pacto de fidelidad, entonces nos dejaremos de joder, al menos hasta la Pascua siguiente.