
De no ser por ese par de caños cloaqueros que atraviesa el canal de lado a lado, como una filosa daga hundida en las entrañas de la tierra gredosa y carnal, cualquiera podría decir que la fotografía fue tomada en Amsterdam y no Salta.
Es que después de una buena tormenta -de esas que ponen de los nervios a la burocracia municipal- Salta se transforma profundamente, hasta el punto de volverse casi irreconocible, incluso para los más viejos del lugar.
El problema de la hermosa postal (gentileza de la Municipalidad de Salta) es que en ese apacible canal -que nada tiene que envidiar al Herengracht, al Prinsengracht o al Keizersgracht de la llamada Venecia del Norte- no circulan barquitos con bandas de jazz, ni bares flotantes con hermosas mujeres, sino que de vez en cuando los servicios de desmalezado encuentran cadáveres de homeless y travestis nadando en medio de los residuos semisólidos de la próspera actividad empanaderil que apuntala el creciente Producto Bruto de la zona.
Las lluvias pueden, de vez en cuando, acentuar la belleza del curso de agua, pero lo normal -hablando de Salta- es que estos viejos tagaretes, que claman a gritos por una reingeniería adecuada que los ponga en sintonía con las necesidades actuales de la ciudad, se conviertan en trampas mortales para vecinos y transeúntes. Y no solo para picheritos que vagan sin rumbo a su vera, como alegremente se suele creer.
Y cuando no alcanzan a convertirse en trampas mortales, una simple lluvia basta para transformar esos canales en escaparates de las peores costumbres vecinales, de las más inciviles, como el vertido de fluidos humanos de todos los colores, formas, aromas y estados de la materia posibles, por no mencionar sino a la más elemental de todas las barbaridades conocidas.
Muchos salteños piensan, no obstante, que si Rembrandt (el pintor) o Spinoza (el filósofo) hubiesen conocido el canal de la calle Esteco en todo su esplendor estival, no hubieran elegido vivir en Amsterdam sino en Salta.
El orgullo tiene un límite.