Los padres fundadores de la 'gravedad institucional'

La Argentina nació en una situación de gravedad institucional que aún perdura.

El desorden y la «conmoción interna» (para utilizar otra expresión que causó furor en otras décadas) integran por derecho propio el ADN de este país y dan forma precisa a su pecado original.

Quien haya inventado la expresión «gravedad institucional» merece un lugar destacadísimo entre nuestro próceres más insignes. Porque este ingenio verbal sirve para todo: desde admitir a trámite un recurso extraordinario federal hasta destituir a un intendente lujurioso; desde escrachar a un concejal díscolo hasta explicar el profundo deterioro de la calidad de nuestra convivencia política o el hundimiento (periódico pero puntual) de la economía.

El aleteo de una libélula en la Recta de Cánepa puede provocar un tsunami de extraordinaria gravedad institucional al otro lado de la Curva de INTA. Así vivimos desde que tenemos memoria: con nuestras instituciones pendientes de un hilo y con nuestra gente al borde de un ataque de nervios.

Debería haber en nuestro Código Penal un delito único y autónomo que englobara las figuras del enriquecimiento ilícito, el peculado, la malversación de caudales, el fraude a la administración pública y el incumplimiento de los deberes de funcionario. Lo llamaríamos genocidio institucional.

Los Padres de la Patria nos han legado un país preñado de problemas, pletórico de amenazas, en forma de negros nubarrones, y en riesgo de permanente colapso. Para honrarlos y no tornar vanos sus esfuerzos, estos hijos aplicados que somos nosotros, nos hemos encargado de pulir aquellas virtudes originarias esforzándonos por sostener en pie hoy en día un país inmerso continuamente en la gravedad institucional, aturdido por el ulular de las sirenas, sobresaltado por la Cadena Nacional y a la espera, siempre, del fatídico «Comunicado Número Uno de la Junta Militar» (o del civil que haga sus veces).

Da casi igual a qué instituciones afecte la gravedad. Puede ser la judicatura, como el Ejército; la Agrupación Tradicionalista Gauchos de Güemes como el Colegio de Enfermeros o el Boliche Balderrama. Hasta las personas individuales y menos institucionales sufren de gravedad institucional; algunas son recetadas con psicotrópicos por ello.

Quizá lo mejor que podría suceder, para dejar de padecer esta perpetua gravedad institucional, sería dejar de tener instituciones, olvidarnos de ellas.

Pero aquí tropezamos con otro escollo mayor: los defensores de la «institucionalidad».

Porque allí donde hay gravedad institucional hay partidarios de algo que se llama «institucionalidad» y que nadie sabe muy bien en qué consiste pero algunos defienden más que a la madre. ¡Guay de que alguien diga algo contra la institucionalidad! Quien lo haga se expone a provocar una situación de aguda gravedad institucional.

Al menos seis décadas del siglo pasado se consumieron en el intento de recuperar la institucionalidad del país; decenas de miles de personas dejaron su vida en el intento. Si esos muertos revivieran hoy, elegirían seguramente seguir donde están, desilusionados al comprobar que sus esfuerzos por recuperar la institucionalidad han fructificado en la enfermedad colectiva del siglo: la gravedad institucional, también conocida por sus siglas en inglés HIG, de Human institutional gravity.