
Como para sobrevivir necesitamos algún tipo de identificación, las corrientes más conservadoras y los grupos que operan en los márgenes ideológicos del fascismo nos han empujado (nos siguen empujando) a entender nuestra identidad, no como un fenómeno político y en buena medida accidental, sino como el resultado de determinadas experiencias históricas, de rasgos culturales compartidos, de creencias colectivas y de una elevada conciencia de pertenencia a un grupo.
Los salteños -si me permiten decirlo de entrada- no tenemos nada de esto. Simplemente creemos que lo tenemos. Nos hemos inventado raíces firmes en un pasado remoto, glorioso y refractario a la interpretación histórica.
Sin embargo, vivimos inmersos, todos los días, en la complejidad que es propia de las naciones políticas modernas, caracterizadas por la pluralidad, por la integración de las culturas diversas y por el desafío permanente a no considerar a ninguna de nuestras culturas particulares como hegemónica o predominante.
Nuestra república se ha erigido sobre esta base de respeto al pluralismo. El mismo Güemes combatió por la independencia de un país que no rechazara las visiones y los sentires diferentes. Le haríamos un pobre homenaje, no tanto equivocando su fecha de fallecimiento en una placa oficial, sino más bien mostrándonos al mundo, a doscientos años de su muerte, como un pueblo monolítico, encolumnado tras su figura, convertida en icono del nacionalismo cultural salteño.
Los salteños que vivimos (o previsiblemente viviremos) este contradictorio y peligroso 2021 tenemos que ser conscientes de que esta versión distorsionada del güemesianismo, que tiene mucho de ideología y poco de historia, no es la base de nuestra unidad y no justifica nuestra soberanía política, como quieren hacernos creer. Los salteños estamos unidos por otros vínculos; unos vínculos que nos permiten cuestionar abiertamente las verdades históricas establecidas y pensar lo que a cada uno mejor le plazca.
Es eso justamente, y no la intangibilidad o la expansividad de la gloria de Güemes lo que debemos defender.
Afortunadamente, el güemesianismo en Salta no se ha internado (todavía) en el terreno del independentismo, pero reivindica a cada momento una especialidad que los salteños no poseemos. Este güemesianismo cultural, a diferencia del histórico, se afirma en una versión revisada y corregida de los nacionalismos excluyentes en los que la nación cultural y la nación política se confunden en una misma cosa.
Este nacionalismo, que proclama su adhesión a una concepción de la cultura nacional auténtica, choca frontalmente con el derecho a ser diferente y con el respeto a la autonomía individual, que son valores por los que Güemes ofrendó su vida, como lo hicieron todos aquellos que lucharon hasta la muerte por un país independiente, moderno y plural.
Nuestra identificación con un modo de ser nacional conduce, de forma invariable, a considerar que la parte es el todo. Esta visión totalitaria es lo que justifica, entre otros excesos, los intentos de reformar la Constitución de la Provincia por un grupo de obedientes nacionalistas culturales.
Si la figura de Güemes nos inspira respeto, debemos oponernos con todas nuestras fuerzas a que desde el gobierno o desde cualquier otra institución social se ponga en primer plano este concepto mezquino y excluyente de nación. Porque esta operación va en una dirección contraria al pluralismo, porque nos obliga a utilizar un lenguaje inflamado, cargado de dicotomías y polaridades maniqueas y nos condena a una confrontación permanente, que ocupa mucho espacio y anula el diálogo.
Quienes pretenden que todos pasemos por el aro del güemesianismo cultural buscan imponer no solo sus tiempos y sus modos, sino que también intentan imprimir a las relaciones sociales un sesgo rígido y absoluto que reduce de forma significativa las posibilidades de concluir acuerdos y de avanzar, por tanto, en conquistas políticas.
Somos -y debemos rafirmarnos en ello cuantas veces podamos- una comunidad política plural y moderna que reconoce y potencia una ciudadanía única y compartida, así como la existencia de varias naciones culturales diferenciadas. Es importante saberlo, porque la ciudadanía de la que hablamos y que tanto esfuerzo nos ha costado conseguir nos conduce a la definición de una identidad política común en torno a la nación política.
Por oposición, la nación cultural propicia el abandono controlado de los conceptos exclusivos de identidad nacional y hace que las personas se definan -como lo hace el güemesianismo del que hablamos- de forma particular y diferente, sosteniendo en este espacio una sola identidad, que se nos pretende imponer como única válida y verdadera.
La política debe actuar sobre el estar, no sobre el ser. Si realmente estamos comprometidos con el destino de nuestra convivencia política, debemos preocuparnos porque nuestras instituciones, en vez de sancionar heroísmos que no se pueden discutir, en lugar de imprimir pomposos membretes en los papeles oficiales, trabaje para que todos, independientemente de los que seamos, pensemos o hablemos, podamos estar y ser libres en un espacio común.