Hemos sacrificado a nuestros estudiantes, pero la mayoría de ellos ha sabido defenderse de la agresión

  • Después de los enfermos y los pobres (sanos o no), el colectivo que ha sufrido con más intensidad el azote de la pandemia ha sido el de los estudiantes.
  • La inclinación natural del ser humano hacia el conocimiento

Se nos ha querido hacer creer que el daño más grave que la pandemia está provocando a nuestra ya precaria economía consiste en la reducción de la facturación de los negocios, la caída de la actividad en algunos sectores y, en alguna medida, el desempleo.


Pero el perjuicio más grave que esta indomable enfermedad está provocando se encuentra, sin dudas, en la brusca interrupción de la educación de nuestros ciudadanos más jóvenes.

Escuchar las quejas de propietarios de bares, restaurantes, cines, salas de espectáculo, empresarios del turismo o de la diversión, organizadores de corsos y carnavales nos puede hacer pensar que nuestra economía se encuentra en un estado calamitoso, porque estos «motores» funcionan a media máquina.

Pero, sin desconocer el esfuerzo productivo de algunos sectores, se ha de valorar especialmente que la crisis de algunos negocios no tiene el mismo impacto social en Salta que en otros países del mundo.

En nuestra provincia, la crisis que se deriva de la pandemia y de las medidas restrictivas aplicadas por los gobiernos impacta, en primer lugar, sobre las cuentas y las expectativas de lucro de los propietarios de los negocios, que -bien es sabido- mantienen a la inmensa mayoría de sus trabajadores en negro.

Solo en un segundo momento las pérdidas afectan a nuestro tejido social, que es débil, no por naturaleza, sino porque nosotros mismos (a veces con la complicidad de los propios trabajadores y sus sindicatos, por no mencionar la complicidad del gobierno) hemos decidido que sea débil y profundamente insolidario.

No podemos permitir que la enfermedad acelere su ritmo de contagio solo porque algunos estén perdiendo dinero en actividades que ni de lejos son esenciales. A veces es hasta preferible que pierdan dinero en cantidad, a ver si de una vez comprenden el significado de la solidaridad y se deciden a practicarla.

Como he dicho un poco más arriba, el principal problema económico es la crisis de la educación, cuya normalidad no se ha podido restablecer durante todo el año 2020 y que amenaza con empezar con el pie equivocado en 2021.

Estoy convencido de que si esta interrupción de las clases se hubiera producido en los años 30 del siglo pasado, el desastre habría sido mayúsculo y probablemente irrecuperable. Y no es porque en la segunda década del siglo XXI hayamos tenido la enorme suerte de haber podido sustituir las clases presenciales por las clases on line, sino porque la mayoría de nuestros estudiantes, que son conscientes del daño que se les está provocando a su futuro, han reaccionado utilizando las nuevas tecnologías (a veces solo sus teléfonos celulares, que no es poca cosa) para el aprendizaje libre.

El ser humano tiene una tendencia natural hacia el saber y la reflexión, lo que incluye también «a las seres humanas», como escuché decir los otros días. Esto significa que los que piensan que nuestros estudiantes que están en el dique seco dedican sus horas muertas a tinquearse el coto o a consumir sustancias son unos represores encubiertos y se equivocan de largo. No es necesario sacar a la policía montada para que nuestros jóvenes aprendan cosas buenas, así como es no es necesario obligarles a comer.

No está lejos el día en que tengamos un Premio Nobel que haya aprendido su ciencia en YouTube antes de pasar por una universidad. Los que desconfían de la capacidad de nuestros estudiantes para aprender por sí mismos y para seleccionar contenidos relevantes y adecuados, son los mismos que exageran la capacidad de sus maestros para guiarles con provecho a través de ese gigantesco repositorio de conocimientos que es Internet.

Se equivocan los que piensan que todos nuestros adolescentes quieren ser influencers o ganarse la vida posando con ropa cara en Instagram o en TikTok. Aquellos que muestran interés en disciplinas -llamémosle tradicionales- como el derecho, la medicina o la arquitectura, disponen hoy de enormes cantidades de información y de guías para aprovecharla al máximo, como nunca antes ha sucedido en la historia.

Pero no solo ellos. Los que quieren dedicarse de mayores a enseñar a tocar el violín o el saxofón, los que quieren aprender a hacer negocios internacionales, los que están inclinados hacia la programación o las matemáticas, los interesados por la física, los que planean ser agricultores, plomeros, constructores, electricistas o carpinteros encontrarán la misma cantidad de recursos que aquellos que en el futuro desean enseñar historia o filosofía.

Pensar que nuestros niños y adolescentes no serán capaces de conseguirlo sin la guía y la tutela de las llamadas «maestras rancho» es una forma poco inteligente de intentar tapar el sol con un dedo.

Es verdad que las desigualdades en el acceso a las redes de información son todavía muy grandes entre nosotros y que los ricos pueden comprar aparatos más veloces y eficientes que los pobres. Pero los contenidos que ven unos y otros son prácticamente los mismos. Que unos no puedan matricularse en el MIT por falta de recursos no quiere decir que su inteligencia (un recurso que felizmente no distingue las dimensiones del bolsillo de unos y otros) y su capacidad de adquirir conocimientos sea menor. Se puede aprender más y mejor con una computadora antigua conectada a una biblioteca pública o en una parada de ómnibus con un teléfono celular atado con una gomilla. Todo está en las ganas que uno le ponga.

Lamentablemente, la pandemia nos ha demostrado que, por más que nos empeñemos en que no suceda, siempre habrá gente que saldrá perdiendo. Hagamos un esfuerzo porque los inmolados no sean nuestros estudiantes. Que si alguien tiene que perder, que sean los que nos han venido chupando la sangre desde hace décadas sin que nosotros hayamos sido capaces de reaccionar.

Exijamos con firmeza el regreso de las clases presenciales normales, pero abandonemos de una vez y para siempre la idea de que el sistema educativo tiene que formar herramientas vivientes.

Basta de «formar» para el trabajo. Hay que educar a las personas para que sean buenos ciudadanos/as y para que puedan formular su proyecto de vida en libertad, no para atar sus existencias a un sistema de producción determinado. Abramos espacios de libertad para una interacción cada vez más provechosa entre maestros y alumnos, para que los primeros no se sientan amenazados por la capacidad y el talento de los segundos para desenvolverse en el cambiante mundo tecnológico. Para que el aprendizaje sea una experiencia compartida entre unos y otros; en definitiva, para que el conocimiento no se quede colgado de los cerros que irrumpen en nuestro horizonte.

No nos dejemos engañar por el espejismo del teletrabajo y por la supuesta «revolución» que supone trabajar desde nuestras casas. Dejemos de creer que por mandar dos PDF por WhatsApp (como sucede en el ámbito del Poder Judicial) hemos alcanzado la cima del mundo o que hemos transformado de raíz nuestras habilidades laborales. La pandemia no ha conseguido, ni por asomo, hacernos mejores como trabajadores.

Formemos a nuestros estudiantes para que sean capaces de saber antes que de producir, para que sean libres y no esclavos, porque la esclavitud moderna no es muy diferente para el que acude todos los días a su lugar de trabajo cantando la canción de Sheena Easton (My baby takes the morning train, he works from 9 to 5 and then...) que para el que debe analizar hojas de cálculos y picar datos desde su casa, en bata y pantuflas y sin cepillarse los dientes.