Salta por un camino, yo por otro

  • Cada año para estas fechas -pero este año mucho más- dedico largas horas a confeccionar silenciosamente el balance de los acontecimientos que marcan mi distancia con Salta, con los salteños, con sus realidades invisibles, con su misteriosa influencia sobre la vida y el destino de quienes elegimos un día marcharnos para no volver.
  • Energías y esperanza

Este año en particular, Salta y yo hemos tenido menos cosas en común que nunca. La pandemia ha abierto un paréntesis en el devenir de la historia de la humanidad y muchos de los que decidimos cuidar nuestra salud antes que nuestra economía o nuestra vida social, hemos experimentado una sensación de soledad y abandono si acaso mucho más aguda que de costumbre. La falta de afecto y reconocimiento en los últimos diez meses ha sido sencillamente aterradora.


Pecaría de soberbia si dijera o pensara que, como salteño, soy one of a kind. Es más realista y más honesto reconocer que todas las contradicciones e inconsecuencias que provienen de mi relación con la tierra en que nací, sin excluir ninguna, me acompañan todavía y que algunas de ellas empeoran notablemente con la edad.

Otros expatriados, con varias décadas de emigración a sus espaldas, han logrado sobrevivir en el destino elegido asimilando la cultura del país que los ha acogido y es verdad también que otros malviven extrañando a diario la tierra que dejaron atrás, sin dejar pasar la oportunidad de volver de visita o convirtiendo sus casas en una especie de sucursal off shore de El Chañarcito.

Cada quien experimenta a su modo, creo, ese impulso que nos empuja a devolver lo que Salta nos ha dado, sea esto mucho o poco. Hay quien piensa, legítimamente, que ayuda a que las cosas mejoren en Salta potenciando hasta el infinito aquellas enternecedoras imágenes que nos evocan un lugar remoto y tranquilo, protegido por las montañas y habitado por personas afables y sencillas que en los próximos doscientos años podrían repetir lo que han venido haciendo en los doscientos precedentes sin apenas perder contacto con la realidad. Me apresuro a decir que ese no es mi caso.

Llegados a un punto, parece un poco absurdo que los que han emigrado y llevan mucho tiempo lejos de la tierra que los ha visto nacer se encierren en la nostalgia y pretendan vivir, allí donde van, de la misma forma en que lo hacían antes de partir. Quiero pensar que los que alguna vez tomamos la decisión de vivir fuera estamos de alguna forma mejor preparados que otros para cambiar radicalmente nuestra forma de vivir cada vez que sea necesario. Para vivir igual, pensar o sentir del mismo modo y resistirse a cambiar como si en ello nos fuera vida, quizá habría sido mejor no emigrar.

Tengo una tendencia bastante marcada a pensar que esta forma de ver a Salta desde afuera del país no ayuda precisamente a comprender nuestros problemas y, desde luego, no contribuye a resolverlos. Esa caricatura de Salta que habita en la mente y los corazones de algunos (de muchos) es para mí la exposición ordenada de una serie de razones (de profecías autocumplidas, más bien) que seguramente darían al traste con un sistema general de la mentira.

A veces pienso que si pusiéramos el mismo ardor y la misma sagacidad en la búsqueda e identificación de nuestros defectos tal vez nos iría mejor. Y esto es importante, porque cuando hablo de defectos lo hago en primera persona, sin la menor intención de excluirme del rebaño, porque, como he dicho, me siento parte de él con todas sus consecuencias.

A lo largo de las últimas tres décadas he hecho enormes esfuerzos por mejorar como persona, pero al cabo de este tiempo he llegado a comprender que cualquier empeño que yo ponga en hacer de mí mismo algo un poco más valioso de lo que recibí de fábrica no tiene el más mínimo sentido si la sociedad con la que me siento identificado y de la que, a pesar de todo, me considero parte, no mejora, y si no soy capaz de contagiar a mis semejantes mi pasión por el progreso e inocularles el entusiasmo necesario para perseguirlo. Me he dado cuenta de que las personas que experimentan algo parecido no existen en número bastante para que valga la pena encender las calderas de la máquina.

Yo mismo me pregunto -y lo hago a diario- por qué lo sigo intentando, si a estas alturas el destino de Salta me debería importar lo que a un pez una castaña. Soy consciente de que mis conocimientos son incompletos y fragmentarios, que mis ideas son bastante superficiales y desde luego no son las mejores; pero que si alguien se tomara el trabajo de recopilarlas y conectarlas, descubriría que muchas de ellas han conseguido, casi por casualidad, escapar de las garras de mi imaginación y que tienen una conexión con la realidad más estrecha de lo que yo mismo pienso.

Los poderosos, los que en Salta toman las decisiones que debería tomar el conjunto de los ciudadanos, no se mueven por ideas sino por la atracción del poder y la seducción que proviene de las prebendas y privilegios a largo plazo asociados al ejercicio del mando. Cuando necesitan ideas, ellos salen a comprarlas al mercado o contratan a quienes las producen a cambio de pagarles un salario, aunque tropiezan generalmente con el pequeño inconveniente de que el género vendido es malo o que los productores de ideas, una vez firmado el contrato, renuncian a cualquier empeño transformador y se refugian en la comodidad del sueldo.

Los gobiernos no funcionan, no tanto porque les falten recursos o gente preparada para acometer reformas importantes, sino porque están convencidos de que su misión sobre esta Tierra es complacer a quienes ellos identifican como «la gente» (nuestra idea de democracia es bastante rudimentaria), sin hacer el más mínimo esfuerzo por satisfacer y servir a algo que en casi todo el mundo se conoce con el nombre de «interés general».

No nos engañemos: A «la gente», en su mayoría, no le interesa la cultura, le preocupa muy poco la educación, la salud pública y la seguridad no se cuentan entre sus principales prioridades y el gobierno se desespera por darles el gusto. La «gente» es todo aquello que vive y palpita bajo la piel del hincha y el gobierno se mueve cada vez que la hinchada vocifera. Mientras el tablón no vibre, de indignación o de alegría, todo se puede controlar; el país es gobernable. No es verdad, como dicen algunos, que a «la gente» le guste la pobreza (a nadie le gusta lo imperdonable y lo atroz), pero es verdad que entre nosotros no hay una idea muy clara de lo que es la solidaridad y las políticas del gobierno son la prueba del nueve de la aguda debilidad de nuestros lazos sociales.

Por supuesto que esta es una crítica al gobierno, pero es mucho más una crítica a la sociedad que es la que demanda al gobierno este tipo de comportamientos insolidarios. Cualquiera que se tome el trabajo de hacer un estudio de las actas de labor parlamentaria de los últimos 48 meses se podrá dar cuenta de que el órgano constitucionalmente encargado de elaborar las normas generales y abstractas para ordenar nuestra convivencia ha consagrado como principio fundamental de su vida institucional el «sálvese quien pueda», plasmado en iniciativas egoístas de promoción sectorial del más variado pelaje, que se llevan al recinto como si fuesen el no va más del progreso social cuando no son más que pequeñas ventajas que se pretende obtener, siempre con sacrificio de otros sectores o del conjunto de la sociedad.

Cuando está a punto de terminarse este complicado 2020, me doy cuenta de que Salta ha evolucionado en una dirección y yo en otra. Que nuestros destinos, por decirlo de algún modo, son hoy más divergentes que nunca. No creo, sin embargo, marchar ni por delante ni por detrás de Salta. Muchos creen que mi alejamiento emocional de Salta produce como resultado inmediato mi acercamiento a otras tierras, pero no he tenido esa suerte y ni me he preocupado por buscarla. Respeto a los demás países como respeto al mío, pero reservo el amor incondicional para las pocas personas que me rodean y me ayudan a sobrevivir, que son mi esposa y mis hijos. Cuando uno tiene la suerte de tener una familia y se desvela por ella, el hecho de tener o no tener un país es más o menos intrascendente.

Simplemente pienso que Salta y yo estamos en lugares diferentes y cada vez menos conciliables entre sí. Solo por dar un ejemplo, diré que mientras yo he evolucionado hacia la transparencia total (la falta absoluta de secretos), en Salta, aun los asuntos públicos, están cada vez más ocultos detrás de un tupido velo de opacidad; que todos los días emerge en mi Provincia una trama más o menos secreta, urdida generalmente por sujetos poderosos, que nos impide ver con claridad dónde estamos realmente parados. Mi vida, ya digo, es todo lo contrario.

Aun así, sigo pensando que los salteños -todos ellos, los que viven en el territorio y los que vivimos fuera- se merecen una oportunidad de ver en vida a una Salta pujante, ordenada y vigorosa. Pero me temo que los que hemos nacido en la década de los años 50 del siglo pasado no tendremos esa suerte. Quienes nacieron en la década anterior -los pocos que quedan- han resignado su ilusión y en algún caso, que no quiero nombrar, su capitulación ha sido denigrante y miserable. Si consigo sortear esta década que se va a iniciar cuando suenen las primeras campanadas de 2021, no sé con qué energías voy a contar para mantener viva mi curiosidad, para equilibrar la gratitud y admiración por Salta con mis deseos de ayudar, que son los que absorben mis sueños y siguen seduciendo mi alma.

Seguir empujando se me hace cada vez más difícil, y no solo por la edad o por el paso del tiempo. Veo a la distancia ciertas cosas que van adquiriendo relieve ante los ojos atónitos y desconcertados de muchos, y pocos -realmente pocos- argumentos, ideas, expectativas que contribuyan a tranquilizar el corazón de aquellos que nacimos inquietos y que aspiramos a encarar la recta final de nuestras vidas con una inquietud y una curiosidad que puedan resultar útiles para nuestros semejantes y para el futuro de los que hoy viven sin esperanza.