El Estado está siempre presente; el que se hace la yuta de vez en cuando es el gobierno

  • Culpar al Estado de casi todos los males conocidos, desentenderse de sus problemas y situarse en la vereda de en frente es como escupir para arriba.
  • Las culpas son siempre de otro

Algunos ciudadanos parecen ignorar que ellos integran el Estado, o al menos forman parte de uno de sus elementos más importantes e imprescindibles. El Estado -mal que les pese a algunos- somos todos. Los fracasos de la organización estatal son siempre fracasos propios, no ajenos. Así también, por supuesto, lo son los éxitos.


Es fácil culpar al Estado, por varias razones. La primera porque tenemos la percepción de que es un ente más bien impersonal (aunque esté representado por el gobierno y encarnado en las instituciones que conforman hombres y mujeres de carne y hueso). La segunda es que muchos de sus críticos no se animan (por pura cobardía o por cálculo) a ponerle nombre y apellido a los atropellos que sufren o dicen sufrir por parte de ese mismo gobierno y de esas mismas instituciones, que no son -insisto- el Estado sino piezas necesarias para que el Estado funcione.

Argumentar que «el Estado está ausente» es casi un sacrilegio, puesto que -como sucede con Dios- el Estado está en el mismo lugar que ocupa cada uno de los individuos que lo conforma, así como en cada pulgada cuadrada de su territorio. A algunos les puede parecer raro, pero hay Estado hasta en el espacio aéreo.

El que suele desaparecer y hacerse el desententido de sus obligaciones y deberes es el gobierno. Son personas como cada uno de nosotros quienes lo integran. No todos los problemas, por supuesto, son culpa de los gobernantes, pero la gran mayoría de los problemas que se atribuyen «al Estado» se deben a un mal funcionamiento del gobierno o a defectos o errores de las personas que lo integran.

¿Debemos mejorar el funcionamiento del Estado? Por supuesto que sí. Pero nada conseguiremos en este empeño si antes no ponemos cuidado en elegir bien y ayudamos con nuestra responsabilidad cívica a conformar buenos gobiernos. Jamás nos puede preocupar más el funcionamiento del Estado que el del propio gobierno. No es una cuestión de prioridades. Es una cuestión de ordenación filosófica.

Toleramos con alegría que haya programas gubernamentales que se llamen «El Estado en tu barrio», como si ese barrio (o sus habitantes) fueran algo diferente al propio Estado. Decimos que fulana o mengana fue asesinada por la inercia «del Estado», pero, si la respuesta de las instituciones estatales frente a las amenazas a la seguridad individual es deficiente o tardía, estamos frente a un problema que es del gobierno, primero, y de todos nosotros, después.

Aislar al Estado de su base humana es como enfrentar a la Iglesia con sus fieles. La Iglesia no son solo los curas que se golpean el pecho y sermonean a los que no viven una vida recatada (excepto a ellos mismos, que se permiten el lujo de tener hijas perdidas por ahí). La Iglesia que casi todos conocemos y algunos integran con orgullo es aquel edificio humano e intangible que el Hijo de Dios construyó sobre la espalda del primero de sus apóstoles. El Estado es algo bastante parecido a eso.

Antes que desahogarnos lanzando acusaciones contra «el Estado», tendríamos que pensar si lo que queremos realmente es sacarle los colores al poder político.

De todos los que formamos el Estado (esta sociedad tan poco rentable que los seres humanos acordamos constituir por miedo -según Hobbes- o por conveniencia -según Rousseau), solo unos pocos ejercen el poder político. Es a ellos a los que se debe pedir cuentas de lo que funciona mal y debería funcionar mejor.

Y si las explicaciones no son suficientes o satisfactorias, o -aunque lo fueran- los que ejercen transitoriamente el poder persisten en el error y se regodean en él, a nosotros nos corresponde relevarlos del encargo para dárselo a otros. Esa es -entre otras- la utilidad que tienen las elecciones democráticas.

Si, frente a los problemas que habitualmente achacamos «al Estado», no reaccionamos de esta forma, es que la culpa ya no es del chancho sino del que le da de comer.