
El modo de gobernar es esencial en el desarrollo urbano, pero sin duda hay otros factores que explican el abandono del camino del progreso y del crecimiento.
Cualquiera que haya estudiado, siquiera superficialmente, las principales líneas políticas de los seis últimos intendentes municipales podrá llegar a la conclusión de que el gerencialismo público, que convierte a la administración de la ciudad en una suerte de empresa mercantil y que coloca al ciudadano en un papel pasivo de cliente o usuario, es la causa de todos nuestros males o, cuando menos, la principal causa de nuestra debacle.
Pero seguramente la falta de acierto de las elites que han logrado conquistar el poder municipal frente a los retos económicos, tecnológicos, sociales y ambientales es producto también de la ausencia inducida de una ciudadanía activa y comprometida en la gran tarea común de hacer la ciudad. No solo los políticos sino también los ciudadanos sin responsabilidad política han renunciado a cualquier esfuerzo para afianzar un marco institucional que genere legitimidad y confianza.
Salta ha crecido de una forma caótica. A medida que los barrios periféricos (conocidos ahora como barrios «populares», como si en los otros habitaran solo dioses o bestias) se iban superponiendo (especialmente en la diadema sur del irregular trazado urbano), la calidad de nuestra cultura retrocedía sin remedio. Si antes vivíamos en una ciudad relativamente pintoresca y apacible (aunque inexplicablemente orgullosa de ese pasado luminoso inventado por el costumbrismo local del siglo XX), hoy vivimos en una ciudad desigual, árida, parcialmente ruinosa y mayormente inhóspita.
Si dirigimos la mirada a esa ciudad de Salta que está a punto de entrar en la tercera década del siglo XXI, nos resultará más o menos inexplicable que algunos medios de comunicación de Salta dediquen estos días amplios espacios de su portada a una campaña comercial -bastante burda, por cierto- a favor de emprendimientos urbanísticos vanguardistas y fantasiosos que, en la medida que no tienen en cuenta o ignoran deliberadamente los desafíos de la pobreza urbana y las necesidades de cientos de miles de salteños que viven en la más patética marginalidad, solo representan una aportación a profundizar aún más las desigualdades que han hecho de Salta uno de los espacios urbanos menos agradables para vivir de todo el país.
Las calles son el espejo del alma de la ciudad. En ellas se refleja el carácter y la idiosincrasia de sus habitantes, más que el tacto político de quienes la gobiernan. La nuestra es una ciudad salpicada de microbasurales, con una cantidad de baches que ni un bombardeo sostenido habría podido conseguir, con árboles descuidados y antiestéticos, con estatuas tercermundistas, perros vagabundos, semáforos inútiles, vehículos descontrolados y transeúntes ausentes.
A ese paisaje se suma ahora la plaga urbana de los motochorros y los parripollos que, según el diario El Tribuno, han desplazado a las empanaderas y empanaderos en las preferencias gastronómicas de los salteños de a pie.
Mientras algunos sitios de comida más o menos formal agonizan en la ciudad, porque el gobierno los mantiene cerrados o limita su aforo, su horario o ambas cosas, un medio de comunicación publicita abiertamente la comida al pie de la vereda, sin mayores controles sanitarios ni fiscales, como si fuese la expresión sublime del crecimiento económico, cuando no es más que la certificación de la acelerada altoperuanización de una ciudad que, hasta hace muy poco, presumía de mantener intacta sus raíces hispanas.
Si Salta se ha empobrecido, si pobres no solo son sus ciudadanos sino también los gobiernos que los rigen (pobres en recursos materiales pero también en ideas) es lógico pensar que la proliferación de parrillas asadoras de pollos es una manifestación más de la decadencia que nos aprieta y no precisamente un motivo para enorgullecernos.
Nada tienen de malo o de reprochable los parripollos, ni el hecho de que las personas que los explotan busquen una forma honrada de vivir. Lo que es reprochable es que se dedique a esta actividad amplios espacios en la prensa, como si se tratara de sofisticadas manifestaciones gastronómicas, cuando es el resultado de un visible retroceso cultural. Al menos en la fabricación y el consumo de empanadas hay un cierto aire ancestral, una especie de rito complejo, pero en la calcinación de pollos a la brasa no hay otra cosa que el desplazamiento del paralelo 22 unos 500 kilómetros más abajo.
Justamente, fueron las empanadas, de la mano de la insigne Juana Manuela Gorriti las que conquistaron «el gran país del Norte». Hoy, los conquistados somos nosotros. Conviene que lo digamos alto y claro.
Salta no tiene ni tendrá futuro en la medida en que algunos vendedores de humo sigan intentando convencernos de la «erótica de la pobreza» y de sus beneficios.
Es razonable pensar que así como ninguna persona quiere ser o sentirse pobre, con las ciudades pasa lo mismo. No es bueno celebrar el atraso y la marginalidad, porque es una forma perversa de perpetuarlas. Como ciudadanos, tenemos el deber de luchar por una ciudad limpia, sostenible, igualitaria e inclusiva. Es decir, no podemos conformarnos viendo el espectáculo de cincuenta manzanas del centro -que ya han demostrado ser especialmente vulnerables a la degradación estética- cercadas y amenazadas por una corona de favelas horizontales, en las que humea una parrilla con grasa de pollo en cada esquina y de cuyas oscuridades emerge casi siempre un motochorro dispuesto a hacerse con lo que no es suyo.
Los salteños nos merecemos algo un poco mejor que esto.