
Para estos escépticos, los problemas de Salta siempre han sido diferentes y especiales; hasta el punto de que no les son aplicables las soluciones comunes que otros pueblos de la tierra dedican a problemas parecidos.
Esta sensación de vivir en un territorio único ha hecho crecer y prosperar a una clase de salteños: la que se cree en posesión de las claves para descodificar el universo. En Salta abundan las personas importantes, los sabelotodos cargados de títulos, los coleccionistas de reconocimientos, los ávidos de protagonismo mediático y los próceres contemporáneos casi vencidos por el peso de la historia.
Pero así también abundan los problemas graves sin resolver, las calamidades sociales y las vergüenzas cívicas, que florecen por doquier y nos mantienen cercados. Es decir, tenemos una sobrepoblación de sabios estériles, de doctores de la nada, de inútiles con brillantes currículums.
La comparación para ellos es un insulto. Salta no se puede comparar con nada ni con nadie. Muy poco lo puede hacer con otras provincias argentinas, pero nada, o menos que nada, con países extranjeros. ¿Qué tienen para enseñarnos de bueno esos extranjeros a los que hace doscientos años expulsamos de esta tierra haciendo tronar nuestros rebenques sobre los guardamontes?
La peculiar naturaleza de los problemas ha ayudado mucho a que esta comparación sea algunas veces difícil y otras veces escasamente útil. Pero como todo tiene un final, hoy Salta se enfrenta a un problema exactamente igual al que aqueja a tres cuartas partes del mundo: las consecuencias de la pandemia de coronavirus sobre las libertades ciudadadanas y la reconstrucción de la economía.
De esta comparación no podemos escapar. No podrán hacerlo en este caso los sabios autóctonos, quienes ante la perplejidad científica mundial han aprovechado la confusión general para inundar la plaza con teorías salteñas sobre el comportamiento del virus y sobre medicamentos más o menos milagrosos para aniquilarlo. Hasta los fiscales de Salta, que mandan a juicio investigaciones de crímenes en los que ni siquiera ha aparecido el asesino, se han dado el lujo de decir que el coronavirus es un microorganismo «gordo y cuerudo».
Por supuesto que se puede comparar la forma en que el gobierno de Salta ha gestionado la restricción (indispensable) de las libertades públicas para proteger la salud de la población. Por supuesto que se puede comparar si la respuesta estrictamente sanitaria a la amenaza ha sido oportuna o tardía. Por supuesto que se puede comparar el estado de nuestra red de hospitales con otras poblaciones parecidas a la nuestra. Por supuesto que se puede comparar la cantidad de dinero público que se ha gastado en la emergencia y la forma en que se ha gastado. Por supuesto que se puede comparar qué actitud han tenido los poderes legislativos y judiciales de otros países y otras regiones en relación con los nuestros, que han decretado vacaciones y ferias prolongadas, sin apenas control de los interesados.
La pandemia -aunque muchos no quieran admitirlo- nos ha puesto en el mapa del mundo. La desgracia que se ha abatido sobre nosotros nos ha permitido apreciar mejor nuestras debilidades estructurales, incluidas las mentales. La pandemia no perdona y cuando a finales de marzo advertimos con la máxima seriedad de que estábamos frente a un asunto grave y temible, en Salta se multiplicaban los negacionistas y los represores, partidarios de atajar la amenaza con patrulleros y porras. Nadie pensó entonces que lo que había que multiplicar eran los médicos y los recursos de nuestros hospitales.
Hoy probablemente en Salta se están haciendo las cosas un poco mejor que hace siete u ocho meses. Pero hay que reconocer que la resistencia inicial a admitir la gravedad de la situación ha sido vencida por la comparación y de la mano de la comparación han ido apareciendo -bien que lentamente- las soluciones que todos estábamos esperando con impaciencia.
Aun así, el gobierno tiene que explicar por qué motivo Salta, con casi tres veces menos contagios (más de 17.000) que la región española de Murcia (que tiene una población similar a la de Salta, pero ha contabilizado hasta la fecha 31.500 contagios), casi triplica el número de fallecidos (299 en Murcia, 733 en Salta). ¿Es que la gente es más propensa a morirse en Salta que en Murcia? ¿O acaso nuestros hospitales son menos eficientes a la hora de tratar y de curar a los enfermos?
Salta debe abrirse a la comparación internacional. No puede vivir en una burbuja, prisionera de sus propios indicadores y mirándose continuamente al espejo de su decadencia. La sociedad salteña debe señalar con el dedo a los «sabios» que han venido erigiendo obstáculos a nuestro progreso, a los que durante largas décadas han preferido glosar las «hazañas» de gobernadores sospechosos de ser delincuentes internacionales que dedicarle unas pocas líneas a los grandes ejemplos morales de nuestra humanidad. Debemos marcar sin hesitar a quienes se han opuesto tenazmente a que nos fijemos -y en algún caso emulemos- lo que hacen otros países del mundo.
Es hora de bajarse del pedestal y admitir que no somos ni especiales ni únicos ni irrepetibles. Es hora de admitir que necesitamos más gente humilde y menos grandes señores encantados de conocerse. Que no nos hacen falta más gauchos encabritados que aborrezcan todo lo extranjero por el solo hecho de serlo. Que necesitamos un gobierno atento a las señales del entorno y no uno que se encierre en sus propias contradicciones, y que, además, pretenda darnos lecciones sobre lo que se debe hacer en un contexto de aguda incertidumbre.
Si una desgracia como la pandemia nos empuja, por fin, a romper con nuestro localismo más estéril y abre las puertas a las comparaciones que nos sacarán del atraso y de la miseria, es que será para todos una desgracia quizá no tan desgraciada.