
Después de largos meses de confusión y encierro, y no antes de una desordenada sucesión de decisiones apresuradas, escasamente meditadas y claramente desproporcionadas (que para mayor escarnio fueron copiadas sin sentido crítico de los países europeos que con más retraso reaccionaron a la amenaza), los salteños se enfrentan, por fin, a la pandemia en su versión más cruda.
En solo unos pocos días hemos pasado de tener solo ocho contagiados a tener mil. Así pues, el paraíso epidemiológico que supimos ser cuando en la gran capital del Plata se multiplicaban los casos, ya no existe.
Hasta hace solo veinte días atrás pensábamos que eran las prolijas normas castrenses del COE las que impedían que en Salta el virus causara estragos. Esas mismas normas hoy nos parecen ridículas, puesto que ni con la amenaza de cárcel de hasta quince años se ha podido evitar lo inevitable. Mucho palo para tan poca zanahoria.
El virus ya no puede ser rastreado de individuo a individuo y no queda otro remedio que admitir que aquellos ukases elaborados por los máximos exponentes de nuestro autoritarismo castrador y vernáculo (Catalano, Cornejo, Posadas, Villada, Pulleiro y Medrano) ya no tienen sentido ni utilidad, y es posible que no lo hayan tenido nunca.
Ahora lo que toca no es encarcelar a la gente ni meterle miedo con un proceso penal, sino atajar el alud de enfermos que se está volcando sobre la muy precaria red sanitaria salteña. Y para eso -debemos reconocerlo- el Código Penal no nos presta ninguna ayuda. La hora de las «acordadas solemnes» ha pasado: hoy debe entrar en escena la terapia intensiva.
Delante de nuestros ojos solo se atisban dos caminos: o enfrentamos la enfermedad con los pocos recursos sanitarios que tenemos, o nos encomendamos a las máximas de San Martín, a la épica de Güemes y de sus indómitos gauchos y a la secular protección del Señor y la Virgen del Milagro.
El primer camino parece un poco azaroso. ¿Qué se puede pensar de los hospitales públicos salteños si el Gobernador acaba de llevar agua potable al hospital cabecera de la ciudad más infectada de la Provincia?
Es increíble, pero en plena pandemia y después de una ola de muertes por desnutrición y falta de acceso al agua limpia, un Gobernador se muestra «orgulloso» de haber cavado un simple pozo para un hospital que atiende a más de 200.000 salteños.
Lo peor es que esto sucede sin que el gobernante experimente vergüenza o que pida disculpas. ¿Por qué no se hizo antes?
Los últimos papas han pedido perdón por los errores que la Iglesia cometió hace siglos y la canciller alemana Angela Merkel acostumbra a pedir disculpas por las atrocidades cometidas por sus compatriotas mucho antes de que ella naciera. Pero un Gobernador de Salta, sustentado claramente por sus dos antecesores, es incapaz de experimentar vergüenza o de pedir perdón por las cosas que dejaron de hacer quienes lo precedieron. Cosas extrañas se han visto en la política de Salta, pero como esta, pocas.
A muchos salteños (especialmente a aquellos que dicen llevar «el poncho bien puesto»), el coronavirus les ha tocado la fibra, y no la de los pulmones, precisamente.
Algunos de estos valientes (siguiendo más el ejemplo del kamikaze Berni) nos advierten de que así como hace 200 años «echamos» a los realistas del territorio (una verdad histórica a medias) vamos a echar también al virus de Salta y, de paso, a frenar el aluvión de bolivianos en la frontera.
Según el gobernador Sáenz, la patria está en peligro, y es por ese motivo que ha vuelto a pedir que el Ejército se encargue de controlar las fronteras de la Provincia de Salta. Mientras el Ejército llega (algunos se acuerdan ahora de la famosa columna de artillería del mítico general Alais, que nunca llegó a defender al gobierno de Alfonsín cuando más se lo necesitaba), Sáenz manda a la División Cannes (así lo escribieron los propios policías, como si se tratara de un festival de cine) a patrullar las fronteras en busca de intrusos (de aliens), y reconoce al mismo tiempo la falta de recursos y de capacidad operativa de la Gendarmería Nacional, una fuerza de seguridad especialmente sobrevalorada en Salta.
Lo que Sáenz no ve o no quiere entender es que las fronteras son de ida y vuelta; es decir, que no se puede clausurar el paso a los bolivianos que quieren entrar a Salta, sin hacer lo mismo con los argentinos que pretenden entrar a Bolivia. Los bolivianos, que de tontos no tienen un pelo, saben perfectamente en qué consiste eso de la «reciprocidad».
Hacer creer a los salteños que los bolivianos quieren invadirnos y que para ello cruzan temerariamente los ríos tropicales, como los subsaharianos saltan las vallas de Ceuta y Melilla, desafiando los alambres de púa y las concertinas, es solo propaganda, alimentada por una incurable aporofobia.
Es realmente absurdo pensar que cerrando las fronteras a cal y canto se pueda evitar que quienes residan en Bolivia cobren el IFE, puesto que en una importante cantidad de casos, basta con que aquellas personas tengan una cuenta bancaria en la Argentina y que alguien les hagan el trámite a través de Internet para que la prestación les pueda ser abonada en el lugar que ellos designen.
Pero como suena más patriótico y más güemesiano esto del cierre de fronteras con armas pesadas, en el contexto heroico en el que vivimos no hay nada que motive más a los salteños rebeldes que una llamada a resistir la embestida boliviana hasta la muerte. Para ello es necesario olvidar, por supuesto, que Güemes combatió codo a codo con los ancestros de esos mismos aliens a los que ahora nosotros pretendemos excluir de nuestro país a punta de pistola (o a colmillo de perro) e intentamos dejar afuera de los precarios beneficios sociales que repartimos gracias a que el gobierno de Alberto Fernández imprime más billetes sin valor y sin respaldo que las Good Girls en sus mejores épocas.