
Esta mañana, mientras me entregaba a la finisemanal tarea de lavar el baño, escuché por la radio un estremecedor mensaje pronunciado por el presidente Richard M. Nixon (casi todo el mundo sabe que la M del medio es de Moe y no de Milhous) en el mes de julio de 1969, a pocos meses de iniciada su primera presidencia.
Se trataba de un mensaje de congoja presidencial por la muerte en acto de servicio de la tripulación del Apolo 11 (Armstrong, Aldrin y Collins). La voz grave de Nixon y la profunda tristeza que sus palabras transmitían me trajeron a la memoria el gesto fúnebre de Carlos Arias Navarro, el presidente del Gobierno español que en noviembre de 1975 anunció a sus compatriotas la muerte del dictador Francisco Franco.
Aquel mensaje presidencial lamentando la muerte de los astronautas nunca llegó a hacerse público, y, lo que es peor, Nixon nunca lo grabó, pues como la mitad del mundo sabe (y la otra mitad sospecha lo contrario), los tres astronautas norteamericanos, como en un sueño loco, consiguieron que su fantástica nave se posara tranquilamente sobre la polvorienta superficie de la luna el 20 de julio de 1969, y saben (o sospechan) también que, tras consumar la hazaña, el trío de pioneros regresó sano y salvo al planeta azul.
Pero como aquella alocución fúnebre estaba ya escrita de antemano, por las dudas todo aquello de la luna saliera mal o las reentry G-forces le jugaran a la cápsula espacial una mala pasada, alguien rescató su texto del olvido y, valiéndose de los servicios de un imitador del presidente Nixon, consiguió grabarlo años después. Con la ayuda de unos trucos tecnológicos, se consiguió hacer pasar el mensaje falso por verdadero, añadiendo así todavía más dramatismo, confusión y polémica a la ya de por sí tironeada historia de la llegada del hombre a la luna.
Esto de los imitadores y los medios electrónicos de comunicación no es nuevo, pues cuenta la leyenda que a finales de 1948, en la sede del partido peronista de Catamarca se recibió una misteriosa llamada telefónica en la que un imitador de Perón -que los había muchos en aquella época- le rogaba a los peronistas catamarqueños que convirtieran en Gobernador de la Provincia al joven senador Vicente Leónides Saadi. La leyenda pudo haber tenido algo de real, puesto que a los pocos meses de la elección de Saadi como Gobernador, Perón (en este caso, el verdadero) lo destituyó enviándole una fulminante intervención federal.
La tecnología de hoy en día no solo permite la manipulación de documentos digitales estáticos (por ejemplo, la inserción de una firma por parte de quien no ha participado del acto), sino también la fabricación a la carta de audios y vídeos en los que aparecen personas diciendo o haciendo cosas que jamás han dicho o han hecho. Si antes la credulidad del gran público permitía que en el ciberespacio circularan frases y citas completamente apócrifas, atribuidas a Churchill, a Borges, a Kennedy, a Gandhi o a Cervantes, ahora esos mismos personajes pueden cobrar vida en las pantallas (o en los altavoces) y pronunciar discursos con contenidos que se adaptan perfectamente a las intenciones del manipulador, sin que apenas los demás se den cuenta del engaño.
Enemigos de los avances científicos y tecnológicos siempre ha habido, pero entre ellos han destacado generalmente los que resistían las innovaciones por motivos sociales y económicos. Los que se oponían al progreso por motivos políticos no eran tan ruidosos como lo fueron, por ejemplo, los
Más sigiloso, desde luego, era Josif Stalin, que demostró sus cualidades a mediados de la década de los años 20 del siglo pasado cuando se opuso vigorosamente al ambicioso proyecto de León Trotski para extender el teléfono a toda Rusia, con el argumento de que la difusión de aquel invento diabólico destruiría la revolución.
El teléfono rechazado por Stalin llegó a ser un aparato muy popular entre las clases medias, pero hasta bien entrado el siglo XXI era impensable que los dispositivos portables -que ya existían a finales del siglo XX- se convirtieran en aparatos inteligentes, capaces de ejecutar aplicaciones complejas y de ser utilizados en prácticamente todo el mundo, incluso en aquellos lugares en donde antes apenas si había líneas terrestres o por personas que jamás pudieron acceder a un teléfono convencional.
Se podría decir que en ciertos lugares en donde los teléfonos tradicionales eran más bien escasos, como en Salta por ejemplo, la informática ligera y los teléfonos celulares contribuyeron a empoderar a mucha gente que tenía serias dificultades para acceder a la información y a la comunicación en condiciones de relativa igualdad.
Pero el lado bueno del acceso a la tecnología se complica cuando, a través de ella, los malos pretenden pasar por buenos y los brutos por inteligentes. Como hemos visto, el ciudadano de a pie es capaz de creerse cualquier cosa y hoy por hoy carece de herramientas útiles y efectivas que le permitan distinguir un mensaje genuino de otro adulterado.
Las nuevas tecnologías han empoderado a mucha gente desposeída pero también han beneficiado a los charlatanes. Así ha quedado demostrado en Salta durante el largo y tedioso gobierno de Juan Manuel Urtubey, no solo con sus descabellados discursos y sus fantasías pretendidamente vanguardistas y supertecnológicas, envueltas en un brilloso celofán verbal, sino también con la corruptela política, jurídica y tecnológica del felizmente suprimido Ministerio de la Primera Infancia, que, en nombre de la Inteligencia Artificial, la nube y el big data, malversó millones de datos sensibles de salteños pobres para -presuntamente- generar provecho personal para un pequeño grupo de pícaros equipados con notebooks caras.
La mediocridad informatizada reclama ahora un lugar importante también en los procesos judiciales. Con la excusa de que el contacto manual y visual con el papel que usamos desde hace casi 15 siglos transmite el coronavirus, y que la inmediación judicial (el cara a cara con reos, testigos y acusadores) es igualmente peligroso, los mediocres pretenden imponer un modelo informatizado (único y centralizado) de gestión judicial, más o menos de la misma manera autoritaria con la que el anteriormente citado exgobernador implantó el voto electrónico en Salta.
Si con el expediente de papel el fraude procesal ha sido siempre inevitable en Salta (piénsese por ejemplo en la asombrosa frialdad con que algunos culpables de crímenes horrendos han plantado evidencias y sustituido muestras de ADN como si fuese la cosa más normal del mundo), no quiero ni pensar qué es lo que podría ocurrir con la Justicia de Salta si se generalizara la prueba digital sin inmediación. Se me ocurre que así como Churchill o Gandhi hoy aparecen en vídeos pronunciando frases absolutamente falsas, un buen día los acusados sin pruebas pueden aparecer en un vídeo confesando un crimen que no cometieron, sin que a nadie se le pase por la cabeza de que se trata de una manipulación informática.
En el mundo de la transformación digital estamos viendo desfilar a una tropa de falsos mesías, de profesionales del consejo, que nos recomiendan diferentes formas de abordar el problema de la implantación de tecnología. El problema no sería tan grave si estos improvisados no disfrutaran entre nosotros de una cierta ventaja sobre los investigadores de verdad, sobre los ingenieros y los profesionales que aportan auténtico valor y experiencia para hacer de la transformación digital un objetivo que trascienda la mera cosmética de las organizaciones.
Mucha gente que carece de los conocimientos necesarios se creen poseedores de una autoridad infalible y van por la vida diciéndole a los demás lo que tienen que hacer, qué aparatos comprar, qué ropa vestir o qué alimentos consumir. Es una pena, pero muchas personas de buena fe no se dan cuenta que entre los que pretenden dirigir nuestra vida hay personas que carecen en absoluto de autoridad y cuyo único propósito es el de ganar dinero fácilmente, aunque lo que hacen generalmente no sirve para nada y sus malos resultados están a la vista de todos.
Ahora que los mediocres han descubierto Zoom y se congratulan de la facilidad de su manejo, se han dado a la tarea de organizar reuniones de las más variadas, para decir tonterías o para no decir nada. Con o sin herramientas tecnológicas, con reuniones «virtuales» como se las llama, su aportación a la sociedad seguirá siendo mínima.
Igual que lo que sucede en Salta con los opas -que vienen cada vez más despiertos pero que siguen siendo opas- los mediocres con computadores o celulares potentes siguen siendo mediocres profundos e incurables, solo que ahora parecen muy animados por la incapacidad general para distinguir entre «un burro y un gran profesor».
Siempre recordaré aquella tarde de la primavera de 1976, en la playa de estacionamiento del antiguo supermercado El Chango, cuando al finalizar una azarosa comunicación con España en la banda de 20 metros desde la estación móvil de mi padre, este me dijo: «Si le cuentas a todos estos que nos están mirando que desde aquí acabas de hablar con tu hermano que está a 10.000 kilómetros de distancia, nadie te va a creer».
Hoy, todo quisque puede comunicarse con el otro extremo del mundo con una facilidad asombrosa; ya no se necesitan grandes antenas o transmisores caros y difíciles de ajustar. Pero aunque no se requiere ningún talento ni destreza especial para conseguir comunicaciones transoceánicas, no falta quien te refriegue por la cara sus contactos remotos y su larga legión de amigos en cualquier parte del planeta. Se ve que esta buena gente le ha pillado el gustillo a algo que yo vengo haciendo desde que tenía 6 años, sin presumir de nada y sin hacer aspavientos de ninguna naturaleza.
La mediocridad ya era mayoritaria antes de la revolución tecnológica. Para qué negarlo. Lo novedoso es que ahora los mediocres han sumado a sus filas a una enorme cantidad de activos militantes de la vulgaridad, que adoran hacer ostentación de su escaso mérito y que a la más mínima que alguien les insinúe que se creen mucho más de lo que realmente valen, anteponen el argumento democrático del mayor número para reclamar el monopolio absoluto de la razón, de la habilidad y del conocimiento.
La verdad -que he dejado con toda intención para el final de este escrito- es que todos llevamos un mediocre dentro. Nadie, por definición, puede ser excelente en todo. Por eso es importante aprender a reconocer nuestras propias limitaciones y darnos, de vez en cuando, un baño de inmersión en la humildad más absoluta, como si todo lo que hemos aprendido en nuestra vida no valiera para nada. Los mediocres son peligrosos porque su misión secreta consiste en no reconocerse como tales, en aparentar ser excelentes en casi todo lo que acometen. Será difícil desenmascararlos si, como se intuye, la sociedad sigue sacralizando las comunicaciones vacías y los vínculos deshumanizados.
La lucha contra la mediocridad empieza, pues, por nosotros mismos. Solo podremos escapar de sus siniestras garras en la medida en que aprendamos a mostrarnos disconformes con casi todo lo que vemos a nuestro alrededor. Debemos romper moldes, aprender a valorar a las personas por lo que son, por lo que pueden aportar a nuestra vida, y no por lo que tienen o lo que pueden conseguir para nosotros. Tenemos que aprender a domar nuestro ego, intentar ser autoexigentes, huir de quienes nos vulgarizan, desconfiar de quienes nos elogian y acercarnos a quienes nos inspiran y nos hacen mejores.
Solo de este modo podremos construir una sociedad mejor, más justa, más equilibrada y más perdurable.