
De una forma insistente, la propaganda gubernamental intenta convencernos de algo que es elemental: que si no cuidamos de nuestra propia salud, estamos poniendo en riesgo a salud de los demás.
Pero no todo acto de desprecio hacia la propia salud puede proyectar consecuencias negativas sobre la salud del prójimo. Allí reside la clave de la necesaria distinción entre unas conductas y otras.
La curiosidad que aporta nuestra convivencia es que, en estos momentos, prácticamente cualquier acto irresponsable -desde compartir la bombilla del mate hasta dispararse con un revólver en la sien- es proclamado por las autoridades y las pseudoautoridades como un crimen contra el prójimo.
En su ensoñación paranoide, los salteños y las salteñas piensan hoy, mayoritariamente, que tienen derecho a vigilar la vida de sus vecinos, con más intensidad y con más legitimidad que antes. Ahora, de golpe, resulta que son «irresponsables», «inciviles» y hasta «criminales» los que orinan al pie del limonero que se encuentra en su propio jardín, los que se dan besos con su perro, los que se tiran pedos en el transporte público y los que hacen cosas tan desagradables, pero tan inofensivas, como estas.
Dos motociclistas que se juegan el cráneo en un semáforo, sin coches ni peatones a la vista, son unos «locos» que desprecian la vida ajena tanto o más que la propia.
Pero, ¿hasta dónde hemos llegado a la hora de censurar la vida de los demás?
Ciudadanos ejemplares y «ejemplaras» surgen hasta debajo de las piedras. Siempre hay uno presto a decirnos qué es lo que tenemos qué hacer, por qué acera caminar, de qué lado del pantalón colocarnos los testículos y cómo debemos llevar el cochecito del niño.
¡Guay de aquel que no haga lo que el maestro ninja de las buenas costumbres dice que tenemos que hacer!
Antes -vale la pena recordar- las acciones privadas de los hombres (y de las mujeres) que de ningún modo ofendían al orden y a la moral pública, ni perjudicaban a un tercero, estaban sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados. Ahora Dios ha sido privado de sus legítimas competencias, primero en favor de los fiscales de Cornejo; después, en favor de los especialistas en «protocolos» y, por último, a manos de los moralistas pandémicos.
Dejémonos de bobadas. Que cada uno viva la vida como pueda, sin molestar a los demás. Que aquello que hasta hace poco no despertaba nuestra curiosidad o nuestra indignación, nos siga siendo indiferente. Esta no es la guerra de la que hablaba León Gieco.