
Algunos piensan en el inminente advenimiento de un mundo mejor -más solidario, mejor comunicado, menos injusto, etc- mientras otros piensan en un mundo con más conflictos, con más pobreza y con más desigualdades. Pero tanto unos como otros están seguros y coinciden en una cosa: que ya nada será igual después de la pandemia.
La verdad es que, como pronóstico, este último es de los más fáciles y cómodos que he conocido. Casi ningún riesgo se asume al decir que mañana, cuando todo pase, viviremos de una forma enteramente diferente. En términos de riesgo probabilístico es como anunciar que mañana el sol saldrá por el Este, en las primeras horas del día.
Pero sean o no acertados los pronósticos, lo que más llama la atención en estos días son las frases que llaman a revalorizar algunas actividades en particular, solo porque la pandemia así lo ha decidido.
Por ejemplo: la de que “hay que aprovechar esta tragedia para otorgar a la cultura la relevancia que tiene”. O «tenemos que comprender que ha llegado la hora de invertir en ciencia», o «la crisis ha demostrado la importancia de tener un buen sistema sanitario público», o «qué importantes que son los bomberos, y qué olvidados estaban antes de la pandemia», «tenemos que saludar el sacrificio de los maestros y asegurarnos de que en el futuro cobrarán lo que les corresponde».
Así, un larguísimo etcétera que alcanza a futbolistas, farmacéuticos, obreros la construcción, conductores de camiones, cajeros de supermercados, abogados, odontólogos, asesores financieros, intelectuales, escritores, comerciales de los bancos, vendedores de libros, botonerías, costureras a domicilio, profesores de filosofía, artistas de telenovelas, correctores de textos, poetas y radioaficionados.
Al final, venimos a descubrir que todos o casi todos los que hacemos algo en esta sociedad somos importantes en alguna medida. Ese quizá sea el descubrimiento más importante esta pandemia: que apenas podemos vivir sin la aportación de algunos oficios que antes de que ocurriera todo esto considerábamos incluso despreciables.
Pero como de injusticias está hecho el mundo, no todos van a poder progresar igual después de que la pandemia haya pasado. Es imposible que algo como esto suceda.
Tendemos a mirar las cosas desde un ángulo quizá exageradamente económico, como lo demuestra el hecho de que quizá los únicos imprescindibles en esta lucha sanitaria son los políticos y a ellos -que se equivocan, como podría equivocarse un bombero- no solamente no les reconocemos lo que hacen sino también pedimos que se les rebaje el sueldo.
No es mi intención defender a los políticos, pero pienso que sin ellos (independientemente de que podrían hacerlo gratis) sería imposible coordinar el trabajo de médicos, enfermeros, bomberos, psicólogos, policías, soldados y una enorme cantidad de servidores públicos que han debido de ser movilizados para enfrentar la amenaza. No se puede librar una guerra jubilando a los generales y confiando en que la tropa podrá adoptar las decisiones más sabias cuando los problemas se presentes.
Es políticamente incorrecto proponer que, a la salida de la crisis, los políticos se suban el sueldo, pero hay que reconocer que hay una cierta mezquindad, un cierto odio larvado detrás del rechazo que provocan, y unas ciertas ganas de «quedar bien» con los que trabajan a cambio de un sueldo mucho más modesto. Es fácil, muy fácil, abrir las ventanas para aplaudir a los trabajadores de los hospitales, y hacer lo mismo para golpear cacerolas en contra de los que gobiernan.
Si es verdad que cuando todo haya pasado deberemos resetear la sociedad, para borrar las injusticias del mapa habría que trabajar mucho en un nuevo contrato social. Es decir, deberíamos reescribir las reglas de nuestra convivencia desde prácticamente cero. Y ese trabajo, aunque algunos les parezca raro y repugnante a otros, no lo podrán hacer ni los bomberos, ni los maestros, ni los policías, ni los enfermeros. Tendremos que confiar -una vez más, y aunque no lo merezcan- en nuestros políticos.
Sin ellos, o sin su decisión, difícilmente podrá progresar nadie, ya que si pensáramos en una sociedad sin política y sin políticos que equilibren y moderen las tensiones y las exigencias sectoriales, mañana podemos vivir en una dictadura en la que los sanitaristas vivirán a costillas de los bomberos, o a la inversa, pero jamás en una sociedad justa y moderada. Eso solo se consigue con política, aunque nos cueste admitirlo.