
Me refiero a la enorme cantidad de sabiduría humana que circula todos los días en los canales habituales de información y que mezcla -muchas veces sin que seamos capaces de distinguirlas- la sabiduría de los expertos con la sabiduría de los que no lo son, pero que se consideran en disposición de dar consejos o interpretar los hechos como si lo fueran. Esta formidable energía -insisto, pocas veces vista antes- es, sin embargo, insuficiente para solucionar el problema. De allí la paradoja. El coronavirus sigue campando por sus respetos y causando estragos, como un huracán sin hoja de ruta, por donde quiera que vaya. Aun si juntásemos la inteligencia de todos los sabios y de los no sabios y la pusiéramos a trabajar de una forma coordinada, no conseguiríamos, en poco tiempo, encontrar la vacuna que termine con esta pesadilla.
En medio de este espectáculo, que a algunos les parece maravilloso y fascinante, se levantan voces de personas «entendidas» que defienden el encierro preventivo de las personas mayores asintomáticas; mientras los demás, los poseedores del llamado «divino tesoro», retozan a sus anchas como potrillos por la pradera y vuelven a sus quehaceres normales, que en muchos casos son «nohaceres», como lo demuestra la enorme cantidad de dinero que han perdido estas semanas las empresas que se dedican al ocio organizado.
Se escuchan muchos argumentos a favor y en contra de esta medida. Los que hablan a favor de ella dicen que de ningún modo se puede comparar el encierro de los viejitos con la prisión domiciliaria, porque a los mayores les conviene el encierro: «Es por su bien», dicen enternecidos.
Pero lo curioso es que la Constitución Nacional, cuando habla de las cárceles de la nación, dice algo parecido: Que el encierro será «para bien del recluso» y no para su castigo. ¿Dónde queda entonces la diferencia?
Muy simple. La diferencia estriba en que los que viven encerrados en una prisión lo hacen porque un juez o un tribunal han decidido, después de consultar con la Ley, que deben permanecer allí; pero -insistimos- no porque sean unos infames ofensores del prójimo, ni unos salvajes inadaptados y antisociales, sino por «su seguridad» e incluso para su «bienestar», si uno tiene en cuenta que casi todo el sistema penitenciario pivota sobre la idea de la «reeducación» o «readaptación» del reo.
Evidentemente, ningún juez interviene en la prisión preventiva domiciliaria de los viejos. Y he aquí la diferencia. Tampoco hay una ley que regule esta situación anómala, porque una cosa son las medidas de cuarentena y aislamiento, que son viejas conocidas de los especialistas en salud pública, y otra cosa el encierro selectivo de personas por una cualidad personal que nada tiene que ver con sus deseos o sus inclinaciones, que es la edad.
Lor argentinos no pueden -no deben- olvidar que cuando los militares tomaban por asalto el poder político y desalojaban a los precarios gobierno civiles, lo hacían con el mismo sentimiento paternalista de los que ahora creen que metiendo por la fuerza a los viejos en sus casas van a conseguir que se mueran menos. Da igual que sufran más: el castigo por no haber hecho nada más que envejecer es siempre preferible a la muerte, que nos dejaría muy mal parados en el mundo.
La Argentina es un país poco fiable, un deudor contumaz, con una sociedad mal avenida, un gobierno permanentemente al borde de un ataque de nervios y con el futuro más incierto de entre todos los países civilizados que se conocen. Aun así, lo que nos preocupa no es esta reputación de país inestable y traicionero, sino que alguien diga que no somos capaces de cuidar a nuestros ancianos en medio de una pandemia. Eso sí no lo podemos tolerar.
Cuando todo pase, nadie -ni el más experto ni el más ignorante- sabrá si hemos podido atravesar la pandemia con cierta dulzura porque las medidas tremendas que se han adoptado han dado buenos resultados o si hemos hecho añicos nuestra economía inútilmente, aun frente a la evidencia de una muy baja circulación del virus. Nadie está preparado para analizar y llegar a una conclusión razonable sobre una cuestión de semejante envergadura.
Si hay cuarentena, que sea para todos y para evitar las personas sanas se enfermen. Si hay aislamiento, que se aplique a los que están enfermos, para evitar que propaguen el contagio. Pero, por favor, no decretemos «cuarentenas selectivas» (esto no está en el manual del experto en salud pública), porque son bárbaras, discriminatorias e inconstitucionales. Y recordemos que el aislamiento de los enfermos siempre debe tener la posibilidad de que un juez revise la legalidad de un tratamiento impuesto contra la voluntad del enfermo y su voluntad solo debe ceder frente a razones que estén previamente recogidas en una ley, y no en el simple juicio de peligrosidad realizado por un gobierno, en base a cálculos «a ojo».
Admitamos que si no hay más enfermos y muertos en la Argentina no es por el rigor de la cuarentena (más de un cuarto de la población nacional se ha pasado el encierro por el arco de triunfo) sino porque una mano divina (diferente en todo caso a la que perforó la portería de Peter Shilton en 1986) ha querido que en la bendita tierra de Güemes, ese temible operario del recontraespionaje biológico, presuntamente nacido en una infeliz sopa de murciélago servida a medio calentar en un mercado húmedo de Oriente, se comporte -de momento- como un gatito mimoso, como un asesino ocasional y disperso, y no como la fiera descompuesta, implacable e inhumana que realmente es.