La sirena de El Tribuno y la figura penal de la intimidación pública

  • Para muchas personas en Salta, escuchar el aterrador sonido de la sirena del diario El Tribuno evoca las peores pesadillas de una sociedad que, en otras épocas, vivió de sobresalto en sobresalto, a causa de fenómenos naturales pero también de desgracias cívicas como los repetidos golpes de Estado.
  • Alarma por todo lo alto

Como sucedió aquella inolvidable noche en que se inauguró la nueva iluminación del estadio de Gimnasia y Tiro (el encendido simultáneo de los potentes reflectores hizo que las amas y amos de casa del barrio salieran a barrer la vereda creyendo que ya había amanecido), algún despistado, al escuchar anoche la sirena mediática, se asomó a su balcón para arrojar a la calle un par de claveles (uno rojo y otro blanco), creyendo que por debajo de su ventana estaban pasando las sagradas imágenes del Señor y la Virgen del Milagro.


Pero en la calle no había una procesión multitudinaria. Más bien no había nadie. Pocos minutos antes el gobierno nacional había ordenado la más grave medida de restricción de movimientos de que se tenga memoria en la Argentina, al prohibir a las personas salir de sus domicilios.

En juego, nada menos que la salud de 45 millones de argentinos.

A diferencia de antaño, el nervioso ulular de la sirena de El Tribuno esta vez no lanzó a la calle a miles de personas para comprobar en las gigantescas pizarras colgadas frente a la redacción quién era el general que al final había tomado el mando. Tampoco los pecadores arrepentidos salieron a recorrer arrodillados la Plaza, con los brazos abiertos en cruz implorando misericordia mientras sus rótulas desafiaban la dureza del ripio. Todo el mundo debía quedarse en su casa, y así parece que la gente hizo.

Pero en una sociedad atravesada (quieran que no) por la tecnología de las comunicaciones móviles, el toque de sirena de El Tribuno añadió una innecesaria cuota de dramatismo a una situación ya de por sí dramática. Una sola notificación a los teléfonos celulares era más que suficiente para una población que ya venía con el Jesús en la boca desde hace varios días.

Pero no. A los nostálgicos del poder y de las estrategias de comunicación de los años 50 del siglo pasado les hacía falta demostrar que el suyo es todavía un poder temible echando a volar las sirenas, como si el almirante Rojas hubiera vuelto a confinar a Perón en la Cañonera Paraguay o como si la tierra hubiera temblado violentamente tal como lo hizo aquella quieta y brumosa madrugada de agosto de 1948.

Algunos -no muchos- se preguntan esta mañana si una empresa privada, por mucha influencia o poder que tenga, puede hacer una cosa como esta en el marco de una sociedad democrática. Y si por algún motivo estuviese permitido, por qué razón no se les ha permitido hacer sonar también una sirena sobrecogedora a la Heladería Fili o la Tienda San Juan.

Es más, si esta tarde algún ciudadano en su domicilio, con la misma intención bienhechora, hiciera sonar una sirena de alarma, a buen seguro tendría en la puerta de su casa no solo a la Policía (o a algún fiscal en busca de carne fresca) sino a la hija del vecino del frente que le espetará: «Dice mi papá que le respeten la siesta».

¿Tendría El Tribuno autorización del gobierno? Todo es posible, teniendo en cuenta que los propietarios del diario en cuestión gobiernan en Salta desde hace mucho tiempo, confundiendo cada vez que les conviene la cosa pública con su empresa privada.

Pero ¿y si el gobierno no hubiera autorizado la sirenata precuarentenal?

Entonces habría que pensar en el artículo 211 del Código Penal argentino, que dice que «será reprimido con prisión de dos a seis años, el que, para infundir un temor público o suscitar tumultos o desórdenes, hiciere señales, diere voces de alarma, amenazare con la comisión de un delito de peligro común, o empleare otros medios materiales normalmente idóneos para producir tales efectos. Cuando para ello se empleare explosivos, agresivos químicos o materias afines, siempre que el hecho no constituya delito contra la seguridad pública, la pena será de prisión de tres a diez años».

Lo curioso de esta norma es que no distingue entre un aviso falso y uno real, y es bastante sabido que ubi lex non distinguit nec nos distinguere debemus.

Es decir que aunque el propósito que se perseguía al hacer sonar la sirena haya sido un buen propósito nada quita que la acción pudiera haber estado encaminada a infundir un temor público (enmascarado bajo el rótulo de «llamado a la responsabilidad»).

Algo ha cambiado desde los años 50 del siglo pasado. Así como ya no se puede utilizar tan alegremente la pirotecnia sonora, que daña a las personas que padecen autismo o atentan contra el bienestar de los animales, tampoco se puede utilizar este tipo de alarmas acústicas del altísimo poder. Anoche, la sirena del diario fue acompañada por el interminable aullido de la multitud de perros callejeros que viven alrededor de la Plaza, todo ello sin contar con que a más de una persona mayor el julepe le ha hecho subir la tensión por arriba de los 25.

Y dado que esa sirena tan potente es un medio material «normalmente idóneo» para lograr el anterior propósito, aquel que anoche le dio al switch para echar a andar la sirena se ha metido, muy probablemente, en el resbaladizo ámbito del artículo 211 del Código Penal.

Vaya por delante que no estamos proponiendo que los fiscales persigan al sirenómano y lo encarcelen. No estamos diciendo ni siquiera que echar a andar la sirena sea un delito. Solo eso faltaría.

Lo que decimos -y esperamos que se entienda bien- es que esta sirena particular no tiene la misma consideración legal que las sirenas de la Policía o de Defensa Civil. Es esta una sirena privada y todo indica que así ha sido usada, sin requisa de la autoridad ni permiso específico para ello.

Queremos decir también que si los fiscales -tan activos ellos estos días- hacen la vista gorda a este uso innecesario y no controlado por la autoridad de un medio de alarma pública (cosa que no es difícil que ocurra) deberían hacer lo mismo con los ciudadanos que con buena intención intentan advertir a sus semejantes de los peligros del coronavirus.

Ahora bien, a los que actúan con mala intención y a sabiendas diseminan noticias falsas, se los debe perseguir con el máximo rigor y sin concesiones.

Pero aunque a algunos se les haya encogido el alma anoche y hayan deseado que mientras sonaba la sirena cayeran pétalos de rosa desde la alturas, no olvidemos que la misma sirena que hizo poner los pelos como escarpias a los vecinos del centro de la ciudad, sonó muchas veces antes (en otras décadas) para celebrar que los gobiernos civiles, precarios pero legítimos, eran desalojados del poder por militares tan enemigos de las libertades de los ciudadanos como amigos de ciertos empresarios influyentes.